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HISTORIA DE UNA ANGUILA

—¡Vete!—le grité.

Mi voz debió ser del agrado del animal, porque al oírme dió un salto alegre y echóse a correr delante de mi.

—¡Vete!—le grité nuevamente.

El perro volvió la cabeza, miróme otra vez y, satisfecho, meneó el rabo.

Era evidente que no me temía. Lo más natural era que yo lo acariciase; pero el recuerdo del bull-dog de Eausto no me abandonaba, y un sentimiento me torturaba. Entre tanto, obscureció del todo; mi turbación aumentó, y cuando el perro se acercó y me tocó con su rabo cerré cobardemente los ojos, repitiéndose la misma historia que en otro tiempo se había verificado con la lucecita del campanario y con el vagón de mercancías: perdí la cabeza y eché a correr...

En casa encontré un huésped, un antiguo amigo; después de saludarnos contóme que el cochero se equivocó de camino y le hizo atravesar un bosque, en el cual hubo de extraviársele su hermoso perro.