glorieta. ¿Te acordarás? Pero no tardes. Ha de ser antes de las seis precisamente.
—Está bien, así lo haré.
—Idea poética, misteriosa y nueva. ¿Cómo se lo van a imaginar el panzudo de tu marido y mi costilla?... ¿Has entendido?
León Savitch apura una segunda copita y torna a la mesa de juego. Su descubrimiento no le causa ni rencor ni asombro. Antaño se indignaba, promovía escenas, reprendía y hasta pegaba. ¡Cuán lejanos se hallaban aquellos tiempos! Doce años han transcurrido; los encantos de su esposa le son del todo indiferentes y sus amores le tienen perfectamente sin cuidado. No obstante, en esta ocasión, su amor propio se siente ofendido. En el coloquio que acababa de oír se le han aplicado calificativos que él consideraba no merecer.
—¡Valiente canalla es ese Degtiaref!—dice para sus adentros, mientras apunta sus nuevas pérdidas en el bridge—. Al encontrarse conmigo pone buena cara, parece que soy su mejor amigo, muéstrase tan contento y satisfecho, que poco le falta para abrazarme; mas a espaldas mías ¡buenos cumplidos me suelta! Me llama pavo, panzudo y otras lindezas.
Pierde continuamente, y a cada pérdida siéntese más ofendido.
—¡Pillete! ¡Sinvergüenza!—piensa.
Sus dedos estrujan el yeso hasta desmenuzarlo. Durante la cena no puede mirar a Degtiaref, el cual no cesa de interrogarle sobre su