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to indisputable del doctor Sazie, en sus inmensos conocimientos, en su investigadora tranquilidad, en su fisonomía llena de intelijencia y de dulzura, en su fisonomía que al inclinarse sobre el lecho del moribundo, parecía la última visión anjélica que tienen los niños al dormirse con el sueño de la muerte. Recorramos lijeramente estos títulos con que ganó entre nosotros la más alta, la más justa, la más pura y la más sólida de las reputaciones.

Sazie era un gran médico.

Educado en la escuela de Paris, en que el diagnóstico es toda la medicina, en que el conocimiento de las enfermedades es la jimnástica diaria de la juventud médica, rara vez se equivocaba en la naturaleza de la afección que era llamado á tratar. Sereno, frio en la observación de los fenómenos mórbidos, los interpretaba siempre con una sorprendente rectitud, y si algunas veces había que reprocharle una profusión exajerada de remedios, cuando se trataba de la curación del enfermo, eso se explicaba fácilmente: lo desesperaba no poder encontrar en la terapéutica médica la sencillez, la precisión, la certeza que él hallaba en la semeiología; y todos los medios de acción que su prodijiosa memoria conservaba, se agrupaban en su mente y caian de su pluma más como un anhelo febril de salvar al paciente que como la tranquila elaboración de su activa intelijencia. Esos mismos remedios eran, por lo demás, agrupados con tanta habilidad, con tanta maestría, que no tardaban los enfermos en experimentar sus benéficos efectos. Tranquilo, amable, jeneroso, instruido, espiritual, tenía todas las virtudes que exije el ejercicio del arte.

Sazie era un gran cirujano.

No podia ser de otro modo; la cirugía con la exactitud de sus procedimientos, con la sencillez de su terapéutica franca y decisiva, debía ser el gusto de su espíritu recto y severo; con el escalpelo en la mano se transformaba como por encanto, y en los últimos años de su vida, se le veía ájil, risueño empuñar todavía el litotomo del hermano Cosme para penetrar en la profundidad de los tejidos y arrancar á la muerte uno de esos desgraciados calculosos cuya única esperanza es un cirujano de talento. Tenia, como operador, una incomparable tranquilidad; los accidentes más inesperados y más graves parecían no inquietarle siquiera, y en medio de los mayores peligros se le veia ejecutar sereno los más difíciles procedimientos operatorios. Pero que mucho que tal hiciera, él, que tan raras veces ejecutaba un procedimiento que no hubiera sido modificado por su jenio artístico, por su talento improvisador. Tenia, en efecto, esta envidiable facultad; sabía improvisar un apara-