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to, un instrumento, un método operatorio á la cabecera del enfermo, y esto era en él una cosa habitual. Espíritu independiente, jamás se dejó arrastrar por la opinión ajena, jamás se le vió entusiasmarse por las innovaciones; antes, al contrario, las recibía con una fria reserva. El bisturí era todo su arsenal de cirugía porque bastaba un bisturí á su reconocida habilidad. Sazie amaba las dificultades; un dia que debia extirpar las amígdalas á una joven, uno de sus alumnos le dijo: «Señor, he traido el amigdalotomo de Fahnestock y está á vuestra disposición.»—Es una exelente invención para los que no conocen la situación de la carótida,» contestó el doctor Sazie, sacando del bolsillo un bisturí gastado y un gancho que él mismo había hecho, y que manejaba con singular maestría.

Sazie era admirable en la tocotecnia.

El arte de los partos le debe sus más expléndidos triunfos entre nosotros; no había oído en vano al barón Dubois. Las operaciones más difíciles de la tocotecnia eran para él un placer; las ejecutaba siempre con una asombrosa destreza. Y no vaya á creerse que practicaba bien las operaciones que el arte de los partos exije, por el hábito de practicarlas; de ninguna manera. Cada posición, cada movimiento, eran el resultado de un profundo conocimiento de la organización humana y de la situación particular de la enferma á quien se operaba.

Sazie era, además, un gran profesor.

No hacía un discurso cada vez que entraba en el anfiteatro, los hacía muy rara vez; pero, en cada cuestión importante, tomaba la palabra, y con una instrucción que tenía algo de prodijioso, con una lójica incontestable, con viril elocuencia no abandonaba el problema hasta haberlo resuelto bajo todos sus puntos de vista. El alumno no podía menos de quedar satisfecho.

Habilísimo en el arte de los partos, gran médico, gran cirujano, gran profesor, he ahí cualidades que pueden, cada una por sí sola, hacer la reputación de un hombre.

Pues bien, Sazie las poseía todas, y á pesar de la admiración que causa tan aventajada intelijencia, es preciso confesar que tenía algo más grande que esa intelijencia...: su corazón.

Ah! yo daría cualquier cosa porque se encargara de probar esta proposición uno de esos pobres que viven en los barrios apartados de Santiago; él os podría decir, con las lágrimas en los ojos, cuantas veces fué él á darle un remedio salvador y un pan para su familia. Esos pobres, que le vieron llegar siempre á su casa como una providencia y que lo han llorado como á un padre, saben su historia. Vais á permitirme, seño-