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su lado á todos los médicos de Santiago; yo tengo que ir á ver á un joven estudiante, que es la única esperanza de su madre sumida en la miseria. Si mas tarde soi todavía necesario, hacedme avisar.» Hé ahí una contestación que pinta al doctor Sazie.

Un hombre semejante debia alcanzar bien pronto gran celebridad y justa veneración. Sazie las alcanzó en breve. Nadie se pudo libertar de la lejítima influencia ejercida por su carácter y su talento; y si hubo alguien que no tuviera por Sazie la más sincera estimación, no vacilo en decirlo, ese era incapaz de comprenderle. La representación nacional le decretó la ciudadanía, porque quien así sabía servir á Chile merecía esta espontánea muestra de una alta distinción.

Algún extranjero preguntará talvez en donde está situado el palacio donde vivia tan noble personaje.

Todo Santiago lo sabe, pero acaso no saben sino mui pocos lo que contenían aquellas pobres habitaciones en las que pasaba muy pocas horas de la noche. Me vais á permitir conduciros hasta el interior de su casa.

Detrás del hospital de San Juan de Dios, vivia el Doctor Sazie en una pequeña casa, de la cual sólo ocupaba tres piezas. Las dos primeras estaban adornadas de estantes llenos de libros, de periódicos, de instrumentos de cirugía y de todos los elementos necesarios para el ensaye de metales. La tercera pieza, la más pequeña de todas, le servía de alcoba, y allí dormía rodeado de armarios henchidos de papeles en que había tenido la prolijidad de apuntar los nombres de los enfermos que habla tratado desde su llegada á Chile, las enfermedades de que padecieron, y los resultados obtenidos de los métodos curativos que habia empleado. En las dos primeras piezas se veian los retratos de Cuvier, Orfila, Dupuytren y Broussais. Del techo colgaba un cesto en el que habia un pedazo de carne fria, un pan y una botella de vino. Este cesto, que podía hacerse subir y bajar á voluntad por medio de una polea fijada en el techo, caia sobre la esquina de una mesa literalmente cubierta de instrumentos y periódicos. Sazie solia llegar á comer á la una ó dos de la mañana, pero cualquiera que fuera la hora, hacia bajar el cesto y comía un pedazo de carne y bebia un vaso de vino. Tan frugal alimentación le bastaba; y entonces, si aun no habian dado las dos ó tres de la mañana, trabajaba hasta esa hora, ya en estudios mineralójicos, á que era muy aficionado, ya estudiando los autores clásicos del arte de curar, autores que, según su expresión, eran la mina inagotable en donde tantos médicos modernos habian hallado sin gran trabajo todo lo que necesitaban para pasar por innovadores, pu-