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Son dignos de recordar también, los medios de preservación que usaron para evitar el contagio de las enfermedades epidémicas. En las primeras invasiones de viruela no le tenían temor pero cuando las inmensas mortalidades diezmaron sus tribus, tomaron un horror pánico á esta enfermedad, que bautizaron con el nombre de piru.

Abandonaban á los enfermos de viruela á su propia suerte, dejándoles al lado un cántaro con agua y algunos alimentos, como desde muy antiguo lo hacían los indios patagones con sus enfermos graves y contagiosos, de quienes huían hasta lejanas distancias, corriendo y cortando el aire con sus flechas para romper así «el hilo del contagio».

Llegó á tal extremo el temor á la viruela que, según el abate Molina, [1] apesar del respeto que profesaban á los muertos, quemaron muchas veces las rucas junto con los cadáveres, por medio de flechas encendidas disparadas desde la mayor distancia posible [2].

  1. Historia de Chile, Molina. Ob. cit.
  2. Se supone qe el pánico introducido por la peste debe haber sido de magnitud, cuando así procedían con sus muertos que siempre respetaron y les tuvieron gran culto. El duelo por los difuntos consistía en grandes borracheras en medio de gritos destemplados que lanzaban las indias; colocaban las armas que usaba el occiso á su lado junto con alimentos para el eterno viaje; guardaban su cadáver por algún tiempo dentro de la ruca, sostenido en alto, debajo del cual hacían sus comidas y demás necesidades familiares. La sepultura se abría en un local elevado de alguna colina dominante, si había sido jefe de importancia, siendo todas estas ceremonias más o ménos fastuosas, según la categoría que llevó el vida, y de la cantidad de licor que la familia podía disponer para los concurrentes y lloronas. Martinez de Bernabé, en su obra citada se expresa así, en lo referente á los entierros y funerales de los indios: «El método que practican es el más impío que se conoce en nación alguna, pues luego que fallece el indio, depositan su cuerpo entre dos bateas ó palos huecos, y lo colocan sobre el humo de sus hogares hasta que se congreguen los de su parcialidad para el entierro. Regularmente suelen pasar 6 meses ó un año sin que llegue el día del congreso, y en este tiempo habitan vivos y muertos en una misma casa, sin el menor hastío ni pavor, resisten la fetidez que produce el cadáver, cuyas corrupciones son más prontas con el calor de los hogares, destilan sobre los alimentos los productos de la putrefacción, y los hace poco menos que trogloditas ó homotrófagos, y ni estos vestigios de horror ni aquella repugnancia de la naturaleza, los separa de tan horrible compañía. La sufren hasta que, juntos los parientes, prevenidas las bebidas ó chichas, forman su junta, viene el adivino, papel principal, culpa nuevamente otros causantes de aquella muerte, si fué natural; si están á la mano los ahorcan con prontitud, dan tierra al cadáver ó sus huesos ya espiados ó secos, echan en su sepultura todos los azadones con pedazos de carne que le han servido de ofrendas diarias, un talego de cuero con harina de cebada, un cantarillo, un rale ó plato de madera, su lanza si es hombre, ó su huso, que es la