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EDGAR POE.

de Júpiter, cuyo entendimiento parecía aturdido por el escarabajo, zarpé en el barco y tendí al viento la vela.

Una fuerte y fresca brisa nos llevó bien pronto á la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie y despues de un paseo de cerca de dos millas, llegamos á la choza. Eran poco más ó menos las tres de la tarde. Legrand nos aguardaba con viva impaciencia. Me estrechó la mano con un frio nervioso que me alarmó y reforzó mis nacientes sospechas.

El color de su rostro era de una palidez de espectro, y sus ojos naturalmente muy hundidos, brilaban con un resplandor sobrenatural.

Despues de algunas preguntas relativas á su salud, le interrogué, no hallando nada mejor que decirle, si el teniente G... le habia al fin vuelto su escarabajo.

—Oh! si, replicó él, ruborizándose mucho, lo recobré á la siguiente mañana. Por nada del mundo me desprendería yo de este escarabajo. ¿Sabeis que Júpiter, con todo, tenía razon en lo tocante á él?

—¿En qué? pregunté, con un triste presenti miento en el corazon.

—Suponiendo que es un escarabajo de verda dero oro.

Y dijo estas palabras con una seriedad tan profunda, que me hizo un daño indecible.

—Este escarabajo está destinado á hacer mi fortuna, continuó con una sonrisa de triunfo, á