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LA ILUSTRACIÓN

8 ENERO 1900

través de ellos; pero de él, de mi padre mismo, de su figura, recuerdo poco. Otras veces me ha

ESPAÑO LA Y

AMERICANA

LAS SISAS DEL ASISTENTE.

blaba del Padre, que es como llamaba siempre á

porque no le gustaba ser asistente; pero tuvo que

se derretía en la noche, me hacía rezar el Padre nuestro, explicándome cada una de sus palabras, Solía detenerse en el hágase tu rolet mutad, y al concluir de explicármelo me abrazaba sofocado, diciéndome: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?» Calló un momento, como recogiendo sus leja nos recuerdos, y prosiguió: de su muerte, el día del abejorro. Estaba ya muy débil; tenía que sentarse á cada momento, y

o que más coraje daba al alférez Ruiz , Vedia, era que le llamaran el VI no y como á tal le tratasen. A no ser in capaz de arrebatos de ira, lo hubie ran pasado mal muchos soldados por llamarle así cuando de él hablaban; sin S9 el temor de ponerse en ridículo, habría desafiado uno por uno á todos los oficiales de su batallón por igual causa. Y le molestaba que le llamasen el Niño,

cuando se ponía á explicarme algo lo hacía con

precisamente por serlo y parecerlo mucho más

tal lentitud, tantas pausas y tantos anhelos, que me infundía un vago terror. Aquel anochecer se sentó en un tronco de árbol derribado, y al

aún de lo que en realidad lo era. Rubillo, muy blanco, de cutis muy fino, barbilampiño, delga ducho, de mediana estatura, representaba dos ó tres años menos de los diez y ocho que acababa de cumplir. Cuando, recién salido de la Academia, se incorporó al batallón y se presentó, delante de la compañía formada, al teniente Martínez, que accidentalmente la mandaba, no pudo éste conte nerse y exclamó: — Pero si es un niño! Y desde entonces el Niño le llamaron todos, oficiales y soldados. El respeto que le inspiraba su teniente le hizo llevar con paciencia que le hubiese obligado á en trar en rancho con él, como en su pintoresco gráfico lenguaje decía el veterano Martínez. y. más le molestaba aún que le ajustase estrecha

-

—Lo que sí recuerdo es su último día, el día

poco tiempo, uno de esos abejorros sanjuaneros que revolotean como atontados, tropezando con todo, después de puesto el sol empezó á revolo tear en torno de nosotros. Mi padre le ahuyenta ba con la mano, y hasta este esfuerzo le era pe noso. «Echale», me dijo. Y yo, con mi gorra, le

ahuyenté. «Hoy no hay luna, papá2, recuerdo que le dije; y él, con una calma terrible, mascullan do cada palabra, me respondió: « Luna sí hay, hijo mío; es que está apagada, y por eso no la ves; luna hay siempre; cuando la ves como una hoz, es que no le alumbra el sol por entero..... Otras veces sale casi de día.....» Volvió el abejo

rro, y ya ni se entretuvo en ahuyentarlo. « ¡Qué mal estoy, hijo!», exclamó. Yo callaba, y el abe jorro zumbaba en torno nuestro. Se adelantó en tonces mi padre un poco, y le brotó un chorro de sangre de la boca. Yo quedé aterrado, y á mite rror acompañaba con su revoloteo el abejorro.

«¡Yo me muero, Gabriel, dijo mi padre; adiós! ¿Serás siempre bueno?» No pude ni responder. Mi padre cayó muerto; y yo, frío, solo con él en

jorro, que parecía repetirme: «¿Serás siempre bueno, Gabriel?», y que fué á posarse en la cara misma de mi padre. —Ahora se comprende todo—le dije;—pero ¿cómo le aterraba á usted esa sencilla pregunta, tan natural, tan dulce.

—¿Cuál? ¿la pregunta de mi padre? ¿su última pregunta? ¿la que me dirigió poco antes de nacer á la muerte? No lo sé, pero lo que sí puedo asegu

rarle es que, cuando me pongo á escarbar en mi conciencia y á rebuscar el porqué del terror que

la fatídica pregunta: «¿Serás siempre bueno, Ga briel?» Es una pregunta que me parece venir de -

—Creo que usted se equivoca. La impresión de una muerte, y de la muerte de un padre so bre todo, y más en las circunstancias en que us ted me la ha narrado, deja una huella indeleble en el alma de un niño. Es una revelación tremen

pienso en la muerte con relativa tranquilidad; que alguna vez me ejercito en representármela

—¡Oh! sí, lo de todos y lo de siempre..... Con proponérselo! ¿Sé yo si seré siempre bueno? ¿Sé siquiera si lo soy? —¡Hombre! —Esperaba esa expresión de asombro; con ella me han respondido casi siempre. Sí, ¿sé si lo soy? —¡Hombre, la voz de la propia conciencia!..... —¿Y si está muda? — Quien no tiene conciencia de obrar mal es

que no obra mal, porque la intención..... —La intención! la intención! ¿Conocemos nuestras propias intenciones? ¿Sabemos si somos buenos ó no? Créame usted que es esa tremen da cuestión lo que nos hace temblar cuando zum ba en torno de nosotros el abejorro evocador de la muerte. Sin esa pregunta, nadie creería en la —Extrañas teorías.....

—No, no son teorías; son hechos. MIGUEL DE UNAMUNO.

Puso Ruiz sus cinco sentidos en el mando y en la administración de su compañía, y desplegó diera llegarse nunca á la exageración. Para no confundir los haberes de sus soldados con los su

yos propios, de aquéllos cuidaba él, de éstos su asistente, á quien, en cuanto la cobraba, entre

gaba su paga, reservándose un par de duros. En cuanto los gastaba, lo que siempre tardaba muy poco en suceder, ya estaba el Nino gritando: —Alonso! —Mi alférez! — Dinero!

Alonso sacaba pausadamente del cinto, que lle vaba debajo de la chaquetilla de cuartel, un largo

bolsillo de estambre verde, corría la anilla que cerraba su abertura y sacaba, todo lo más, tres pesetas.

-¡Qué! ¿No me das más que tres cochinas pe setas?

tuOSamente:

—Mi alférez! que no me queda más que pair tirando!.....

galgo..... . Porque conviene advertir que Ruiz Vedia era hijo de un bravísimo capitán de Arapiles que en Vad-Ras, batiéndose como un león con los mo ros, había muerto heroicamente. En aquella mis ma sangrienta batalla, su sargento primero, el después teniente Martínez, se había ganado una

—¡De un carro te haría yo tirar, belitre! ¡Vaya, no me pongas esa cara tan triste! No te pediré más; pero cuidadito con que me falte tabaco. Religiosamente Alonso, un día sí y otro no, po nía en el bolsillo del pantalón de su amo una ca jetilla de pitillos, y cada seis una caja de cerillas. Nunca se le pasó por la imaginación á Ruiz que su asistente pudiera sisarle, hasta que se lo hizo sospechar el teniente Marco. Era éste un punto filipino, que lo mismo se jugaba la vida que el dinero, y hay que advertir que se jugaba hasta las pestañas. Cuando le re prendían por su temeridad en el fuego, repli

cruz laureada de San Fernando á costa de tres

caba:

gravísimas heridas, de una de las cuales osten taba con orgullo en el rostro una tremenda cica triz, que no agraciaba ciertamente su nada linda

tasen!

fisonomía.

La madre de Ruiz Vedia, viuda á los pocos años de casada, desde la muerte de su marido se consa gró á la educación de su hijo; y cuando éste, ter minados sus estudios en la Academia, ascendió á oficial y fué á incorporarse al regimiento de Cór doba, pobre señora escribió al coronel supli cándole que destinara á su hijo á la compañía en

que estuviera el teniente Martínez, porque sabía que éste había de mirar por el hijo de su antiguo capitán como si lo fuera suyo; y, en efecto, Mar tínez así lo hacía.

-

Uno de sus primeros cuidados fué buscar, por

el procedimiento de la más exquisita selección,

muerte.

la fibra y el entusiasmo del Nino, atendió su justa reclamación.

yoneta con sus soldados al enemigo, y hubo un

—Es templaete el Niño! De casta le viene al

,

tanta energía protestó de la ofensa que se le iba

á inferir, que el coronel, muy complacido al ver

El primer día que el Niño entró en fuego, con el ardimiento propio de la juventud, la temeri dad que da el desconocimiento del peligro y el afán de acreditar que no tenía miedo, desde que sonaron los primeros tiros quería cargar á la ba momento en que, para que no fuese él solo, revól ver y espada en mano, á luchar cuerpo á cuerpo con los carcas, tuvo Martínez que tirarle de los faldones de la levita y decirle: —¡Niño, no hay que dispararse! Concluído el combate, dándole cariñosas pal maditas en el hombro, le dijo con fruición:

da, es una fuente de seriedad para la vida. —Puede ser; pero yo le aseguro á usted que

nanza le correspondía á Ruiz Vedia el mando de

su compañía. Considerando su poca edad, pensó el jefe del regimiento destinar para mandarla otro oficial más antiguo que Ruiz; pero con tanto in terés reclamó éste el respeto á su derecho, y con

— Hay que comer todo el mes, mi alférez, y el comestible está muy caro. — Quítate de mi vista, tacaño, Puñonrostro! Ni que fuera tuyo el dinero! Alonso se retiraba de la presencia de su amo sin replicar una palabra, pero sin soltar ni una peseta más. Y esta escena, con ligeras variantes en las fra ses, se repetía diariamente hasta el día 8 del mes, ó todo lo más el 10, que, al entregar Alonso á su amo las tres cochinas pesetas, protestaba respe

guagua, so pillos!

que no se debe tanto este terror á que me recuer den la muerte de mi padre, como á que me traen

guardado por un ribazo de la vista de los careas, una bala, que por lo visto traía sobre para él, le hirió gravemente en una pierna y hubo que lle varle al hospital militar más próximo. Unico oficial que en ella quedaba, por orde

do si en el cumplimiento del deber militar pu

—No se haga usted de pencas con estos guajas.

anochecer revolotean como atontados, encuentro

porque con toda seguridad aquéllas las buscan y encuentran. Por eso, sin duda, un día de combate en que con su compañía estaba de reserva, res

un celo que hubiera podido tacharse de exagera

Se juegan las perras á la carteta ó á las chapas, y luego á manducar de baldivia. ¡Pues se acabó la

desde entonces me inspiran los abejorros que al

férez. En cambio, al hablar de él, jamás se per mitió llamarle el Vino, lo que estimó en mucho Ruiz Vedia cuando se percató de ello. A firmaba Martínez que las balas traen un sobre escrito con las senas de las personas á que van dirigidas, y que es inútil que éstas se escondan,

—Si al Niño se le deja campar por sus respe tos, es tan rumbón que á los diez días de cobrar la paga no tiene una mota. Que Ruiz pecaba de rumbón era cierto; en pro pinas á los soldados que le prestaban el más in significante servicio, se le iba el dinero como agua. columna notaba que algún soldado no tenía qué comer, ya estaba partiendo con él sus provisio nes; y los guajas de los cornetas de su compañía, que lo echaron de ver, se ponían siempre á su era con rostros lastimeros, dando cada bostezo que parecía que iban á tragarse la atmósfera, y sacaban la tripa de mal año á costa de su alférez, Por supuesto que esto duró hasta que un día el teniente Martínez, que se distinguía por sus des pachaderas, arreándoles unos cuantos soberanos puntapiés, salva sea la parte, los espantó diciendo: — Hala, granujas! Y dirigiéndose á Ruiz, añadió:

campo, de noche ya, no recuerdo lo que pensé ni lo que sentí. No recuerdo más de aquellos momentos que al abejorro, al tenaz abe

resignarse. Formal y serio, se esmeró en la asis tencia de su amo; pero no hubo modo de conse guir que le llamase señorito, y sí siempre mi al

cuenta de la inversión de sus haberes, diciendo:

Cuando en los altos que en las marchas hacía la

¿ del

al vivo y en representarme mi propia muerte, y afronto tal imagen. Pero cada vez que traigo á mi memoria aquella insistente pregunta pater nal, incubada con todas las misteriosas melanco lías del anochecer, aquello de: «¿Serás siempre bueno?», me pongo á temblar, á temblar como un azogado. Porque, dígamelo, ¿sé yo acaso si seré siempre bueno? — Con proponérselo.....

de color, y hombre de muy pocas palabras. No fué muy del agrado de Alonso, que así se llamaba el elegido, la distinción de que había sido objeto

Dios; y allí, en medio del campo, mientras la luz

la tumba.....

N." I — 9

un buen asistente para el Nino, y dió la prefe rencia á un castellano viejo, de carácter rudo é independiente; recio de cuerpo, aunque de pocas

carnes y menos que mediana estatura; trigueño

— Para lo que perdería la familia si me ma Por él se había escrito, á no dudar, aquella famosa aleluya de la «Vida del hombre malo »: « Juega y pierde.» Así era que á los tres días de cobrar la paga no tenía un céntimo, y, por con siguiente, andaba siempre viendo á quién se pe gaba para comer de gorra. Conocida la blandura de corazón del N no, no hay para qué decir que le honraba con su predilección Marco, bien á re gañadientes de Alonso, que no disimulaba, como por respeto debiera, el disgusto que le causaba aquel convidado forzoso. A solas con su amo, no dejaba de murmurar de modo que éste le oyera: — Como se siga pegando ese gorrón, que siem re trae hambre atrasá, de juro tendremos ayuno Ol"ZOSO.

Pero Ruiz, ó no le oía, ó se hacía el desenten dido.

Dicho se está que el teniente Marco y Alonso no se querían bien, y esta malquerencia mutua