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Acta Apostolicae Sedis - Commentario Oficial

Efectivamente, ¿qué oraciones pueden hallarse más apropiadas y más santas? La primera es la que el mismo Nuestro Divino Redentor pronunció cuando los discípulos le pidieron: «enséñanos a orar»[1]; santísima súplica que así como nos ofrece, en cuanto nos es dado, el modo de dar gloria a Dios así también considera todas las necesidades de nuestro cuerpo y de nuestra alma. ¿Cómo puede el Padre Eterno, rogándole con las palabras de su mismo Hijo, no acudir en nuestra ayuda?

La otra oración es la salutación angélica, que se inicia con el elogio del Arcángel Gabriel y de Santa Isabel, y termina con la piadosísima imploración con que pedimos el auxilio de la Beatísima Virgen ahora y en la hora de nuestra muerte. A estas invocaciones, hechas de viva voz, se agrega la contemplación de los sagrados misterios, que ponen ante nuestros ojos, los gozos, los dolores y los triunfos de Jesucristo y de su Madre, con los que recibimos alivio y confortación en nuestros dolores, para que, siguiendo esos santísimos ejemplos, ascendamos por grados de virtud más altos a la felicidad de la patria celestial.

Esta práctica de piedad, Venerables Hermanos, difundida admirablemente por Santo Domingo no sin superior insinuación e inspiración de la Virgen madre de Dios, es sin duda fácil a todos, aun a los indoctos y a las personas sencillas. Y cuánto se apartan del camino de la verdad los que reputan esa devoción como fastidiosa fórmula repetida con monótona cantilena, y la rechazan como buena solamente para niños y mujeres. A este propósito es de observar que tanto la piedad como el amor, aun repitiendo muchas veces las mismas palabras, no por eso repiten siempre la misma cosa, sino que siempre expresan algo nuevo, que brota del íntimo sentimiento de la caridad. Además, este modo de orar tiene el perfume de la sencillez evangélica y requiere la humildad del espíritu, sin el cual, como enseña el Divino Redentor, nos es imposible la adquisición del reino celestial: «en verdad os digo que si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos»[2];

  1. Lc 11, 1.
  2. Mt 18, 3.