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242 PANORAMAS DE LA VIDA

aun que reconocí, desde luego en el retrato de aquel que él llama el hombre color de cobre, al horrible proteo de quien voy á hablar, callé, para evitarle nuevas y penosas emociones.

Era en 1853. Hallíbame en San Francisco, haciendo parte de la compañía lírica que Catalina Hayes llevó á California. Era una noche de carnaval y cantábamos «1 Masnadieri» en el teatro principal de la ciudad.

Desde un ángulo oscuro, donde, pegado á un bastidor, aguardaba mi salida, contemplaba yo la inmensa concurrencia que llenaba los ámbitos de la sala, y en aquel momento, escuchando á Catalina, prorumpia en frenéticos aplausos.

Entregado me hallaba al estudio en detal de ese conjunto heterogéneo de semblantes, actitudes y espresion, que constituye el público, potencia temible, á cuyo aspecto el artista interroga con terror, cuando vino á desviar mi ocupacion, una escena muda que se representaba en la sala.

Desde que el telon se levantó, habia llamado mi atencion la estraña figura de un hombre, sentado al centro de la platea. Sobre un busto que anunciaba una estatura colosal, alzábase con salvaje arrogancia una cabeza que habria hecho huir de espanto al doctor Gall, de tal modo estaban en ella aglomeradas, en pasmoso desarrollo las mas siniestras protuberancias.