Tegualda. (Descansando la cabeza sobre un brazo que se apoya en una de sus rodillas.) No viene. ¿Me habrá enbelecado? ¿Toda la alegría que en las primeras horas de este día yo experimentaba, no será quizá en su fondo más que alguna obra maliciosa, una alucinación producida en mi mente por el depravado Epunamún? Tu, Tulcomara, no me engañas. Son las beldades de tu genio las que embebecida me tienen. Esas tus hermosas prendas no han sido estudiadas, aunque puede ser falaz é insidioso el objeto que con ellas otros pudieren pretender alcanzar. Tú, mi Tulcomara, no mientes. Por más que otros contigo ofuscarme y engañarme pudieren; á tus brazos me arrojo; en tí me fío, haz de mí lo que quieras; aquí te aguardo, para que de mí tu siervo hagas—Glaura!
Glaura. ¿Mi ama está triste y meditabunda?
Tegualda. (Incorporándose). Ven á mi lado. Este estar esperando me anonada, me desespera. En un sueño que tuve, los dioses me insinuaron, que Tulcomara me amaba. Dí, ¿podrán?—di—dime, Glaura—dí—¿podrán los dioses engañar á sus protegidos?
Glaura. No todos los sueños son sugestiones de los dioses. Más veces que nuestro buen Pillán, Epunamún nos perturba el espíritu, mientras dormimos, pues así cree que tendrán mejor éxito sus perversos planes. Pero no cabe en mi mente que Epunamún hubiera podido tener influjo en Tulcomara.
Tegualda. Ya el sol, de dorados rayos circundado, muestra su disco deslumbrador al través del ramaje y todavía no se muestra él, quien al rayar el alba ya quería haberme sacado de las manos de mis robustas defensoras. Vino el sol, Glaura, y no vino Tulcomara. Amé siempre al bello astro diurno, que vida da á todos los seres, que engendra y hace medrar