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ACTO IV
En primer término un prado florido. En segundo término agua. En el tondo se ve un muro de Lauquén, por encima del cual se divisan suntuosos techos dorados de la ciudad. A la derecha un puente que da acceso á ésta.
ESCENA I
Tulcomara.
Apacible recinto, en tu centro recíbime. Circúndeme tu fresco y puro ambiente, para que él me haga olvidar toda angustia, toda desazón que acabo de experimentar. Oh, quita de mi oprimido pecho todo desabrimiento que al pie de estos muros tuve que tomar sobre mí. Imbécil de mi, por haberme dejado traicionar de un vejete, quien en mi había creido poder tener un yerno dúctil. Para verme él con toda seguridad en sus falaces redes, vino en inventar esas condiciones que me impuso al concederme la mano de su hija. Que no me pusiera celoso, me pedía, por más vehemente que la conducta de su hija despertase en mí los celos. Ah viejo marrullero. Ya nos comprendemos. Sobre tí caiga la vindicta de los dioses, no sobre mí, que tú eres quien con los nombres de éstos á jugar osaste. Tú pretendes, que yo guarde quietud inalterable, mientras ella, que único amor me juraba, se apresura ya, apenas unido el lazo conyugal, á lanzarse á los brazos del primer varón desconocido que de amor le hablara.—Pero sucumbió acaso Tegualda?—Qué fué lo que Mareguano me había insinuado? (Meditabundo.) «Y si los seductores alcanzaren á embebecerla, en el postrer momento los dioses protegerán su inocencia?» Sí, así me dijo. ¿Pero dónde quedaron los dioses, oh Mareguano, cuando ella se entregó á mis brazos? Ve, pues, así me engañaste. Captarme has querido para tu hija, y así mentiste. No, anciano, tu hija no es púdica doncella como indicaste, es... Ojalá que algún hombre ó mujer por acá se asomaran, para que yo, con ellos placenteramente departiendo, al curso de mis pensamientos otra dirección dar pudiera. Según advierto, es este portal el menos frecuentado de Lauquén. Intérnome en la población; quizá encuentre allí más pronto lo que aquí según las apariencias en vano estoime aguardando.