mística rama del árbol de la ciencia, que en apacible soledad reverdecía.
Lámpara un día del orbe, de los cielos colgada, lo deslumbró con sus rayos; y en su vejez, á la manera que muere el sol para renacer más esplendente, dejado había el mundo y sus laureles, y como el alción anidaba sobre las olas, cuna placentera de su infancia.
Al rebramar de noche la tormenta, para que sirviese de faro á los infelices náufragos, encendía la trémula linterna del altar; y los que, arrasados en lágrimas los ojos, la vislumbraban:—Á puerto estamos,—postrándose decían;—miradla, la estrella de los mares.—
¡María! es el norte del tierno mozo, quien, sintiendo encenderse la vida en su pecho, rema con más brío y más denuedo, y, á los crecientes resplandores siderales, divisa más cercana la soñolienta tierra, cual virgen á la sombra de florido rosal.