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DE MARRUECOS. 27

«Cuán dulcemente riela la luna en las costas de España .. mientras que enfrente las sombrías y jigantescas montañas de la Mauritánia, proyectan sus Negras sombras desde su cima hasta la costa.»

(Childe Harold, estrofa XXII, canto 11.)

A un lado las pintorescas costas de Algeciras y Málaga, sembradas de blancas casitas y rodeadas de velas, que sur- can sus aguas; al otro los negros bosques de Sierra Bullones que bajaban á morir en las desiertas bahías de Benzú y de Punta Leona. Allí la luz de la civilizacion y del cristianismo, aquí las tinieblas del islamismo y la barbárie.

Habíamos tocado ya el término de nuestra travesía; el Provenza se mecía en las aguas de Céuta, y la antigua Abi- la, la más preciada de nuestras colonias africanas, una de las antiguas joyas de Portugal, la que ha resistido incólume mil embates de la infiel morisma, se presentaba ante nues- tros ojos con sus casitas blancas y sus jardines , sobre los cuales se mecen las palmeras del desierto; pero encerrada en un cioturon de antiguos murallones, que dan á su belleza el aspecto frio y silencioso de una plaza sitiada.

Contemplaba yo aquel perfil, que desde las blancas altu- ras del monte de las Monas iba descendiendo entre ondula- ciones cubiertas de bosques hasta el Otero, última colina cuya suave pendiente viene á morir en las arenas de la pla- ya, y siguiendo sobre los baluartes de la muralla Real, vuel- ve á remontarse en aquella estrecha lengua de tierra, donde se asienta la ciudad, para formar las siete colinas que los ro- manos llamaban Seplem fratres, de donde los moros han he- cho Septa y Céuta nosotros, hasta terminar en las cónicas alturas del monte Hacho, que perpetuo vigía y nuevo Argos