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LIBRO CUARTO

Troyano que ahora se detiene en la Tiria Cartago olvidado del imperio que le dán los destinos. No tal nos le prometió su hermosa madre, ni para eso le libro dos veces de las armas de los Griegos, sinó que habia de ser digno de reinar en la Italia preñada de imperios y fiero en la guerra: que de él habia de renacer la raza de la sangre ilustre de Teucer que pondría al universo bajo sus leyes. Si no le inflama la gloria de porvenir tan grande, ni le alienta al trabajo su propio honor, ¡padre! envidia á Ascanio los alcázares Romanos? Qué hace? ¿Con qué esperanza se detiene entre un pueblo enemigo? ¡No piensa en la posteridad que tendrá en la Ausonia, ni en los campos Lavinios? Que se haga á la vela. Esta es mi orden. Sé tu mensajero de ella." Dijo.

Mercurio se preparaba á cumplir el mandato de su poderoso padre, y al pronto fija en sus piės sus coturnos de oro, los que levantándole en sus alas, le llevan sobre los mares ó la tierra, cual lijero viento. Toma luego al Caduceo: con este saca del Orco las pálidas almas, ó las precipita en el lúgubre Tártaro: infunde ó aparta los sueños, y pone en los ojos el sello de la muerte[1]. Apoyado en el disipa los vientos y atraviesa por los turbios nublados. Y ya volando descubre la cumbre y las vastas faldas del áspero Atlas, cuya cabeza poblada de pinos está perpétuamente ceñida de negras nubes, y combatida por los vientos y las tempestades. Montones de nieve cubren sus espaldas. De la boca del viejo jigante se