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L A F A N F A R L O

borgoñas, de los vinos de Auvergne, de Anjou o del Mediodía, y a los vinos extranjeros: alemanes, griegos y españoles. Samuel tenía la costumbre de decir que un vaso de buen vino debía asimilarse a un racimo de uvas negras y que debía haber tanto para comer que como para beber. La Fanfarlo gustaba de las carnes poco cocidas y de los vinos que embriagaban; por lo demás, jamás se embriagaba. Ambos profesaban una sincera y profunda estima por la trufa. La trufa, esa vegetación sorda y misteriosa de Cibeles, esa sabrosa enfermedad que ha ocultado en sus entrañas más tiempo que el metal más precioso, esa exquisita materia que desafía la ciencia del agrónomo, como el oro desafía la de Paracelso; la trufa, que marca la diferencia entre el mundo antiguo y el moderno[1], y que, ante un vaso de Chío, crea el mismo efecto que varios ceros después de una cifra.

  1. Las trufas de los romanos eran blancas y de otra especie. (Nota de Ch. B.)