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CANTO DUODÉCIMO

no nos será posible volver de las naves en buen orden por el mismo camino; y dejaremos á muchos teucros tendidos en el suelo, á los cuales los aquivos, combatiendo en defensa de sus naves, habrán matado con las broncíneas armas. Así lo interpretaría un augur que, por ser muy entendido en prodigios, mereciera la confianza del pueblo.»

230 Encarándole la torva vista, respondió Héctor, de tremolante casco: «¡Polidamante! No me place lo que propones y podías haber pensado algo mejor. Si realmente hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho perder el juicio; pues me aconsejas que, olvidando las promesas que Júpiter tonante me hizo y ratificó luego, obedezca á las aves aliabiertas, de las cuales no me cuido ni en ellas paro mientes, sea que vayan hacia la derecha por donde aparecen la Aurora y el Sol, sea que se dirijan á la izquierda, al tenebroso ocaso. Confiemos en las promesas del gran Júpiter que reina sobre todos, mortales é inmortales. El mejor agüero es este: combatir por la patria. ¿Por qué te dan miedo el combate y la pelea? Aunque los demás fuéramos muertos en las naves argivas, no debieras temer por tu vida; pues ni tu corazón es belicoso, ni te permite aguardar á los enemigos. Y si dejas de luchar, ó con tus palabras logras que otro se abstenga, pronto perderás la vida, herido por mi lanza.»

251 Dijo, y echó á andar. Siguiéronle todos con fuerte gritería, y Júpiter, que se complace en lanzar rayos, enviando desde los montes ideos un viento borrascoso, levantó gran polvareda en las naves, abatió el ánimo de los aqueos, y dió gloria á los teucros y á Héctor, que, fiados en las prodigiosas señales del dios y en su propio valor, intentaban romper la gran muralla aquea. Arrancaban las almenas de las torres, demolían los parapetos y derribaban los zócalos salientes que los aqueos habían hecho estribar en el suelo para que sostuvieran las torres. También tiraban de éstas, con la esperanza de romper el muro de los aqueos. Mas los dánaos no les dejaban libre el camino; y protegiendo los parapetos con boyunas pieles, herían desde allí á los enemigos que al pie de la muralla se encontraban.

265 Los dos Ayaces recorrían las torres, animando á los aqueos y excitando su valor; á todas partes iban, y á uno le hablaban con suaves palabras y á otro le reñían con duras frases porque flojeaba en el combate:

269 «¡Amigos, ya seais preeminentes, mediocres ó los peores, pues los hombres no son iguales en la guerra! Ahora el trabajo es común á todos y vosotros mismos lo conocéis. Que nadie se vuelva atrás, hacia