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CANTO DÉCIMOSÉPTIMO

éste fuera retirado del campo y conducido á la gran ciudad de Príamo, los argivos nos entregarían, para rescatarlo, las hermosas armas de Sarpedón, y también podríamos llevar á Troya el cadáver del héroe; pues Patroclo fué escudero del argivo más valiente que hay en las naves, como asimismo lo son sus tropas, que combaten cuerpo á cuerpo. Pero tú no osaste esperar al magnánimo Ayax, ni resistir su mirada en la lucha, ni pugnar con él, porque te aventaja en fortaleza.»

169 Mirándole con torva faz, respondió Héctor, de tremolante casco: «¡Glauco! ¿Por qué, siendo cual eres, hablas con tanta soberbia? ¡Oh dioses! Te tenía por el hombre de más seso de cuantos viven en la fértil Licia, y ahora he de reprenderte por lo que pensaste y dijiste al asegurar que no puedo sostener la acometida del ingente Ayax. Nunca me espantó la batalla, ni el ruido de los caballos; pero siempre el pensamiento de Júpiter, que lleva la égida, es más eficaz que el de los hombres, y el dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado á combatir. Mas, ea, ven acá, amigo, ponte á mi lado, contempla mis hechos, y verás si seré cobarde en la batalla, aunque dure todo el día, ó si haré que alguno de los dánaos, no embargante su ardimiento y valor, cese de defender el cadáver de Patroclo.»

183 Cuando así hubo hablado, exhortó á los teucros, dando grandes voces: «¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo á cuerpo peleáis! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor, mientras visto las armas hermosas del eximio Aquiles, de que despojé al fuerte Patroclo después de matarle.»

188 Dichas estas palabras, Héctor, de tremolante casco, salió de la funesta lid, y corriendo con ligera planta, alcanzó pronto y no muy lejos á sus amigos que llevaban hacia la ciudad las magníficas armas del hijo de Peleo. Allí, fuera del luctuoso combate, se detuvo y cambió de armadura: entregó la propia á los belicosos troyanos, para que la dejaran en la sacra Ilión, y vistió las armas divinas de Aquiles, que los dioses dieran á Peleo, y éste, ya anciano, cedió á su hijo, quien no había de usarlas tanto tiempo que, llevándolas, llegara á la vejez.

198 Cuando Júpiter, que amontona las nubes, vió que Héctor vestía las armas del divino Pelida, moviendo la cabeza, habló consigo mismo y dijo:

201 «¡Ah mísero! No piensas en la muerte, que ya se halla cerca de ti, y vistes las armas divinas de un hombre valentísimo á quien to-