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á la Srta. Doña Rosa Mauri (véase su retrato en la página 16), jóven y distinguida artista coreográfica española que actúa, durante la temporada de estio, en el gran Teatro Imperial de aquella ciudad, y que ha llegado á ser en breve tiempo digna sucesora de la celebrada Fanny Esler y de la encantadora Cerito.

Rosa Mauri nació en Reus, en 15 de Setiembre de 1852; su padre, actor y artista coreográfico, fué su primer maestro; el reputado Mr. Desvine se encargó despues de dirigirla en la difícil carrera que habia emprendido, y á la edad de catorce años, Rosa Mauri se presentaba como primera bailarina en el Teatro Principal de Barcelona, donde continuó por espacio de cinco años.

Sin desvanecerse por estos primeros triunfos, perfeccionó su educacion artística en la famosa Academia de Mme. Doménique, de París. Extendióse rápidamente la fama de nuestra jóven compatriota: París, Hamburgo, Milan y Berlin fueron las primeras capitales extranjeras que tuvieron ocasion de conocer lo que Rosa Maurivalia, y en sus teatros principales recogió multitud de coronas para ornar sus juveniles sienes.

Desde su primera expedicion artística, el camino recorrido por Rosa Mauri, cubierto de flores, ha sido un continuado triunfo: ella consagró la temporada anterior á su querido público de Barcelona, actuando en el gran teatro del Liceo, y antes de que allí concluyeran sus compromisos con la Empresa, recibió nuevas proposiciones de varios teatros extranjeros, ventajosisimas todas, y que aceptó por fin, marchando á conquistar otros lauros léjos de la patria. Ultimamente ha bailado en Trieste, obteniendo un éxito inmenso en el gran baile La Figlée de Cheope, que ella ha creado, y en la actualidad se halla en Viena, como queda dicho, en cuyo teatro Imperial es objeto de entusiastas ovaciones.

Durante el próximo invierno actuará en el teatro Real de Turin, y la capital de Alemania la ha ofrecido recientemente escritura por tres años.

EUSEBIO MARTINEZ DE VELASCO.

CARTAS PARISIENSES. -

30 de Junio.

Si la memoria no me es infiel, la entrada en materia de mi última crónica estuvo consagrada al parisiense exótico; hoy me place decir algo del parisiense indigena visto á traves del lente de un extranjero.

Si fuese maldiciente podria empezar afirmando, como cierto amigo mio, hombre cáustico, pero sagaz observador, que «los parisienses son la polilla de París»; pero como no tengo ganas de andar á estocadas, y ya me ha sucedido más de una vez tener que desenvainar mi inofensiva espada por haberme expresado con cierta desenvoltura sobre los naturales de esta culta capital, procuraré calzarme unas gafas, color cuisse de mymphe emue, que es el tinte más suave y dulcemente sonrosado que contiene el prisma, para contemplar al traves de sus simpáticos cristales á los hijos legitimos ó adoptivos, pero permanentes, de la gran ciudad que la Europa lleva plantada sobre su corazon como una flor..... no exenta de espinas.

Si hubiésemos de creer á puño cerrado lo que dicen los parisienses de sí mismos, los franceses serian europeos de primera clase, y los naturales de esta capital franceses de preferencia. A gente que tan alta idea tiene de si propia váyanles VV. con críticas. El parisiense está acostumbrado, de muy atras, á ser adulado, y no admite bromas respecto á su superioridad sobre todos los seres inteligentes y civilizados del orbe.

Cuando se recuerda que Catalina II escribia al príncipe de Ligne: «¿No es cierto que no tengo bastante chispa para alternar con las gentes de Paris?» y que Federico el Grande se mostraba más orgulloso del buen efecto que causó en esta ciudad que de sus victorias, se comprende la infatuacion de los habitantes de esta gran capital. Puesto que para bienquistarse con ella Enrique IV abjuró sus creencias religiosas, diciendo: «París bien vale una misa », un cronista puede exclamar sin que se le tache de vil adulador: «París bien vale un cumplimiento.»

La gran pretension de estos indígenas es el ser los más espirituels—es decir, los más discretos, decidores y ocurrentes—de todos los humanos. Algo hay de verdad en esto; pero para apreciar el esprit de París es preciso estar préviamente aclimatado. Muchos hombres de bien, muy ilustrados, muy penetradores y originales he conocido yo que se quedaban desconcertados en presencia de los chistes que esmaltan las conversaciones parisienses. Esta obstinacion en el sarcasmo, esta rapidez en la alusion, estas frases de doble sentido, esta familiaridad de expresiones, esta jerga de convencion, cuyos estribillos varian segun que la moda patrocina estos ó los otros dichos, son los rasgos distintos del esprit, y no seducen ni están al alcance de todas las inteligencias. Para gustar de ellos es preciso haber educado el cerebro como se educa el paladar cuando se quiere recrearlo con ciertos manjares de sabor estrambótico.

Si á mí se me ocurriese sintetizar el esprit de París, diria que su principal preocupacion es hacer comprender que los que lo cultivan no pueden ser nunca engañados. De aquí que el parisiense acoja á todos los hombres y á todos los acontecimientos con sonrisa burlona y frase escéptica. Esto no obsta para que en el fondo sea crédulo, porque es ignorante. El parisiense pur sam/ ha viajado poco y sabe ménos. De ahí que principie por desconfiar y que trate con donoso desden á las gentes y á las ideas nuevas; pero una vez que la evidencia le obliga á admitirlas como reales, las exagera y pone por las nubes. Por eso Paris es la Jauja de los charlatanes. En cuanto éstos logran imponerse á fuerza de descaro y aplomo, el parisiense les concede un crédito que les negaria un vecino de Alcorcon.

Sólo en París han prosperado los Cagliostros, los Mesmer, los fotógrafos espiritistas, los principes Scadenberg y Makariantz y otros mil tipos de embancadores, que han rodado carroza á costa de los espirituales vecinos de la capital del mundo civilizado, miéntras que en otras partes, donde las gentes no pretenden sentir crecer la hierba, apénas si les fué dable llevar á cabo algunas estafas muy vulgares.

El parisiense es gran admirador del éxito; en cambio no tiene entrañas para el caido. Miéntras la fortuna sonrie á un aventurero, es un principe, un genio, un sér sobrenatural, á quien París prodiga todas sus sonrisas. Zozobró la barca que empujaba la buena suerte, y el héroe de la víspera no oye sonar en sus oidos sino el fatídico vae victis, entonado por las mil bocas de la fama parisiense.

Cuando un gladiador cae herido en la arena movediza de esta metrópoli, no hay un solo espectador que, como las matronas romanas del cuadro de Gérôme, no baje el pulgar hácia el suelo gritando: rematarle!

Pero se empañan mis anteojos: volvamos al esprit.

He dicho que hay muchas personas á quienes ofusca este fuego artificial de la conversacion. Son todas aquellas que no están avezadas á hacer de la palabra un juego de esgrima; las que no gustan de estar siempre en guardia, de no descubrirse jamas y de tener constantemente un repertorio de paradas, de fintas y de ataques. Mas nadie que tenga ingenio natural y se fije por algunos años en esta capital, deja de aprender el arte de la palabra al uso, que no es soltura en el manejo del idioma, sino identificacion con la esencia de las preocupaciones y costumbres de cierta parte de la sociedad aquí residente.

Por eso he sentado muchas veces que se nace frances, pero se naturaliza uno parisiense. Entre los que merecen este dictado, los ménos tienen su partida de bautismo inscrita en los registros de las veinte alcaldías de París. Hay parisienses del Brasil, de Madrid, de San Petersburgo y de Berlin tan auténticos ó más que los de la Chaussée d'Antin ó de las doce avenidas que confluyen al Arco de la Estrella. Lo singular es la uniformidad de modo de ser que da á gentes oriundas de los cuatro puntos cardinales su con naturalizacion. No sólo todos hablan el mismo lenguaje convencional, sino que todos tienen las mismas aspiraciones y debilidades, asi como todos llevan la propia existencia.

El verdadero parisiense es un delicado que léjos de agotar una materia, no liba de ella sino la flor. París es la única ciudad del globo donde hay afan por consumir primicias ó primeurs. Los guisantes, las fresas, las piñas, los albérchigos, los espárragos, las mujeres y las ideas no tienen precio á los ojos de un parisiense sino cuando debutan y no son aún familiares á otros pueblos. El parisiense es enemigo de largas meditaciones y de razonamientos profundos; se escurre y corre sobre todos los asuntos, es vivo, es curioso, maldiciente y chismoso; no gusta del hogar doméstico ni de la solemnidad de la vida pública: se junta por grupos, pero se reune de preferencia donde vea y sea visto. El parisiense no cree en nada y acepta todo; todo lo sabe, ó pretende saberlo, sin haberse tomado jamas el trabajo de estudiar nada. Su ciencia la adquiere en las gacetas de la mañana y la olvida en el espectáculo de la noche. Su prurito es saber cuanto pasa, no en las altas regiones donde se confeccionan los destinos de la humanidad, sino en las alcobas, comedores y retretes, donde se espacian libres de las trabas de la etiqueta las notabilidades de toda especie.

Le interesa mucho más el saber cuál fué el menú de la cena del Principe de Bismarck, que conocer lo que piensa ó proyecta este árbitro europeo.

Por eso el Figaro es el diario que goza de más boga y de mayor circulacion en Paris.

Añadan VV. á este modo de ser el dato de que el parisiense se encuentra dichosísimo de serlo; que mira á los que no son de París como idiotas de distintas categorías; que tiene el aplomo, la confianza. y el aspecto de un sér privilegiado, penetrado de que lo es, y de que merece serlo, y se explicarán VV. su buen humor constante, su animacion, y esa frívola fatuidad con que aborda las situaciones más escabrosas.

El parisiense es un sér que se divierte; pasa su vida viendo desfilar en pantuflas y de bata á los magnates del universo, y asiste á la comedia de la vida con la sonrisa satisfecha de un sujeto cuya única preocupacion es gozar, y que ve colmados á cada instante sus deseos.

Sin embargo, éstos son sólo rasgos generales que no excluyen otros sentimientos más elevados. El parisiense es egoista; pero es al mismo tiempo impresionable y sensible cual ninguno.

Me dirán VV. que esto es un contrasentido ; les responderé que el hombre no está hecho de una pieza, sino confeccionado á retazos. Que un pais cualquiera sufra el azote, una calamidad, y verán VV. al parisiense enternecerse y acudir en su ayuda, con una efusion que los naturales de otras ciudades desconocen. La libertad griega halló en París numerosos y heroicos defensores; la Polonia ha sido llorada, y su recuerdo honrado sobre los boulevares, con más ternura que en Varsovia. Los inundados del Mediodía de Francia no han hallado corazon más tierno y más simpático que el corazon de los parisienses.

Hay que hablar de lo que París ha hecho por las victimas de esta catástrofe, porque es asunto de actualidad, y su relato es un apunte de costumbres parisienses. Demos de lado las larguezas oficiales, que se cifran por millones, y no digamos nada tampoco de la admirable unanimidad con que todas las asociaciones de todos los géneros han iniciado suscriciones en favor de los desvalidos del Mediodia. Sobre esta materia han hablado á saciedad las gacetas y el telégrafo, y con decir que no se puede dar un paso en Paris ni comprar un pan de un cuarto ó un aderezo de 100.000 francos, y mucho ménos entrar en lugar alguno consagrado al solaz y al esparcimiento, sin topar con un cepillo que lleva por título Para los inundados, ó con una blanca mano que os tiende una bolsa, miéntras que la boca de carmin de más arriba os repite con voz meliflua: «Para las rictimats de la inundatrion », está dicho todo.

Lo que yo quiero consignar es el ardor con que se trata en los salones elegantes de esta cuestion del dia. Cada dama imagina su proyecto caritativo; las mociones se suceden en torno de las mesas en que se sirve el té, con una actividad de que apénas da idea la tribuna de la Asamblea de Versalles.

Por de pronto las señoras del gran mundo, despues de cooperar á la suscricion oficial bajo la presidencia de la Mariscala Mac-Mahon, han decidido que los diversos vestuarios donde se congregan semanalmente las parisienses de alto coturno para trabajar con destino á los pobres, se abrirán para várias sesiones suplementarias, á fin de hacer vestidos para los inundados. Tienen que ver estas reuniones donde las manos más aristocráticas cortan y cosen los vestidos del huérfano y de la viuda.

Luégo se ha convenido en organizar loterías y ventas de caridad en los palacios y salones de la alta sociedad. Las damas que llevan los primeros nombres de Francia y de la colonia extranjera serán las encargadas del despacho de los géneros y objetos que constituyan esta especulacion piadosa.

Otras señoras van más allá en su celo, y organizan representaciones públicas donde ellas serán las actrices y los más galantes caballeros los actores.

Por fin, algunas preparan exposiciones de alhajas, abanicos y otros dijes del tocado femenino. ¿Compren den VV. el atractivo que puede tener, en una poblacion de más de dos millones, la exhibicion de las joyas y superfluidades que sirven para adornar á las grandes señoras, con el nombre de las personas á que pertenecen ? No hay mujer de la clase media que no dé gustosa un franco por ver los encajes y las pedrerías de la Baronesa de Rotschild, de la I)uquesa de Noailles, de la Duquesa de Mouchy, de la Princesa de Sagan, de la Condesa de Paris y de tantas otras Altezas Reales, Majestades ó Excelencias, cuya riqueza y elegancia excitan en su imaginacion las visiones de las Mil y una noches.

La caridad no sólo es magnifica é inagotable en París, sino que es ingeniosa con sus ribetes de malicia. Y como al llevar á cabo todos estos filantrópicos proyectos las damas se procuran nuevas ocasiones de lucir su belleza y ostentar su opulencia ofuscando á los incautos y cazando corazones novicios, resulta que realizan la gran fórmula mujeril: « servir á Dios sin olvidar al diablo.»

El susodicho diablo no ha perdido la semana, puesto que ha tenido lugar en ella la feria de Neuilly, fecunda en tentaciones y fallecimientos. Esta feria es una de las principales que se celebran en las inmediaciones de Paris. Todas se parecen.

Panoramas, fenómenos, juegos de azar y agilidad, puestos de comer y beber con indigestion y emponzoñamiento garantizado ; ruido, algazara, apretones; mucho tomador del dos, y centenares de aquellas prójimas de quienes dijo Espronceda:

«.. . . . . en el suelo
No tiene el diablo un anzuelo
Más seguro, ni peor. »

Tales son los principales atractivos de estos regocijos más populosos que populares.

Nuestras ferias españolas son más animadas, y sobre todo más nacionales; pero las francesas han conservado un tipo clásico desaparecido entre nosotros y que yo