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tores es preciso hacer otro tanto, y como prueba de ello apuntaré aquí algo de lo que por mi cerebro de once años pasaba entónces.

Mis sentimientos, mi traduccion, la misma historia de mi vida política, desde que por el año de 1854 se inició la serie de pronunciamientos que en mi pueblo precedieron al de las Californias, me llamaban á voces desde el campo de los revoltosos.—. Pero tambien otra voz amiga me llamaba allá al lado del órden, al lado del principio de autoridad!

Hacia algun tiempo que era alcalde el Sr. D. Miguel, y este Sr. D. Miguel era el padre de mi amigo Cárlos, de mi compañero de glorias y fatigas, inclusas las de los movimientos revolucionarios, en los cuales siempre formamos él y yo al lado de los más bullangueros.

—«Ahora, me dije, Carlos estará con su padre en el Ayuntamiento. » ¿Qué hacer para cumplir con mis ideas y compromisos anteriores y con la buena amistad que Carlos y yo nos teniamos?

Confieso que al llegar á la plaza de Cabildo vacilaba. La tentacion era muy grande. — El tio Camelo, subido sobre las cruces de un árbol, decia á grandes gritos mil cosas á cual más divertidas. Habló de la revolucion francesa, de Riego, Espartero y Zurbano, afirmando que si cualquiera de ellos se hallára en el pueblo, no consentiria, de seguro, que se diera á los buenos liberales tan pequeño jornal.

La gente le aplaudia.

Yo me paré un momento á oirle, y es » que el bueno del tio Camelo no era ya santo de mi devocion, porque han de saber VV. que aquel hombre se buscaba la vida cogiendo pájaros y vendiéndoselos á los chicos, y áun no hacía una semana me habia engañado dándome por dos cuartos un jilguero, que aseguraba el picaro ser un macho nuevo de las mejores condiciones para reclamo. v me salió una hembra vieja.

¡Qué diferente era el comportamiento de mi amigo Carlos! A fines del pasado mes le trajeron de Sevilla un par de palomos ladrones, la cosa más linda que puede darse. Estaban siendo la admiracion de cuantos teniamos el gusto de verlos, cuando Cárlos me dijo con voz que me llegó á lo más hondo del alma:—«Descuida, Pepe, que el primer par de pichones será para tí.»

En el instante en que esta última idea tomó parte en la batalla que en mi mente se libraba, venció la causa del órden: hasta criminal me pareció el dudar por más tiempo, y echando á correr de nuevo, atravesé la plaza y me metí en la casa de Ayuntamiento, por la puerta que da á la calle de la Amargura.

Cárlos me tendió la mano diciéndome lleno de admiracion:

—¿No te has ido con los otros?

—No, me vengo contigo— le respondí.

V.

Desde los balcones del salon grande presenciamos Carlos y yo el magnifico cuadro, que la plaza, ofrecia. Hirviendo la muchedumbre en ella, atronaba el espacio con sus gritos, miéntras que unos cinco ó seis murguistas, aumentando el bullicio con los destemplados sonidos de sus instrumentos, hacian más grande la baaunda.

El buen alcalde nos sacó de nuestra contemplacion, exclamando:

—Pues señor, ya esto es un escándalo mayúsculo que ni puedo ni debo tolerar. Pues no es nada lo del ojo, y hasta piedras tiran ..... Ahora verán esos botarates si se juega conmigo y si sé meterlos en cintura. A ver, niños, venid acá.

En seguida van VV. á llegarse á la plaza de la Victoria y á decir á D. Leonardo, que estará allí con el escuadron de la milicia, que coja cuatro números y haga como que carga por la calle de San Juan, teniendo mucho cuidado, por supuesto, de no alcanzar á nadie.

—Vamos en seguida—dijimos á un tiempo Cárlos y yo, preparándonos para salir.

—Ah, encargale que escoja buenos jinetes, no sea cosa que á algun caballo se le caliente la boca y atropelle á esos pobres diablos.

— Descuide V., Sr. D. Miguel.

—Descuida, papá.

Asi contestamos nosotros llenos de orgullo por la alta mision que se nos acababa de conferir, y echamos a correr.

VI.

Dándonos en nuestras personas toda la importancia que el asunto requeria, atravesamos Carlitos y yo los grupos que llenaban la plaza; luégo, sin detener por nada ni por nadie nuestra marcha, seguimos hasta llegar á la de la Victoria, por las calles á la sazon desiertas que conducen de una á otra plaza.

El escuadron de la milicia estaba en su puesto.

Le componian unos cuarenta jinetes, á cuya cabeza vimos á D. Leonardo.

—¿Quién vive ?—nos gritó el que hacia la centinela por el lado que nosotros llegamos.

— Dos chiquillos—contestó Cárlos.

— Atras, paisanos —dijo por toda respuesta el centinela.

—Mire V., D. Antonio, que venimos de parte del padre de éste —repliqué yo designándole á mi amigo.

— Déjalos pasar, hombre. ¿No ves que son dos niños? — gritó desde su puesto D. Leonardo.

El centinela nos dejó el paso franco; nosotros corrimos hacia el comandante, y ya á su estribo, nos invitamos el uno al otro á tomar la palabra.

— Habla tú.

—No, tú. - Pero vamos á ver, ¿qué quieren VV.?—preguntó D. Leonardo.

—Es que el padre de éste.....

— Es que mi papá.....

—¿Qué dice tu papá, puesto que es él el que los manda á VV.?

— Cárlos y yo, quitándonos el uno al otro la palabra de la boca, trasmitimos á D. Leonardo la órden que el buen alcalde nos confiara.

—Está bien, está bien, niños, y alzando la voz llamó á D. Federico, D. Domingo y D. Antonio. Tan pronto como se le acercaron, continuó diciéndoles:— Señores, vamos los cuatro á dar una carga por la calle de San Juan sobre los revoltosos que ocupan la plaza de Cabildo. Ajustad bien las cadenillas de barbada para que podamos contener en todo caso los caballos, tanto como sea necesario para que nunca alcancemos á los alborotadores.— Cuando corran lo harán probablemente en cuatro grupos, y con el fin de que no se vuelvan á juntar, nosotros nos dividirémos siguiendo cada uno tras del suyo hasta que los dejemos en sus respectivos barrios. Tú, Domingo, sigues á los de la banda de la playa, Federico á los que tiren hácia el fondo de la plaza, Antonio á los de la calle de Bretones y yo á los de la de San Juan.—¿Están VV. enterados?

— Perfectamente—contestaron los tres.

— Pues en marcha—dijo el comandante, y los cuatro jinetes se pusieron en movimiento.

Carlitos y yo, engrandecidos á nuestros propios ojos con el importantisimo papel que acabábamos de desempeñar, no quisimos desaparecer de la escena en el momento en que llegaba la situacion culminante: en su consecuencia, echamos a andar por la acera miéntras que los cuatro caballeros lo hacian por el medio de la calle, encabritando á sus fogosos y bien domados corceles y metiendo tanta bulla, que no parecia sino que la misma tierra temblaba ante la fiereza de tan aguerridos campeones.

En esta guisa desembocamos en la calle de San Juan, y enderezando á la plaza nuestro frente de batalla, comenzó lo que propiamente se puede llamar la carga.

VII

Cuando los revoltosos nos vieron aparecer en actitud tan amenazadora, emprendieron la fuga con una rapidez tan prodigiosa que parecia que Dios les daba alas.

Todo sucedió como D. Leonardo habia previsto, y por lo tanto, al llegar á la plaza los cuatro milicianos se dividieron persiguiendo cada jinete un grupo.

Yo, sin darme cuenta de lo que hacia, segui tras don Antonio, que por la calle de Bretones arriba, esgrimiendo su reluciente sable, daba en el espacio terribles cuchilladas, con el aspecto más fiero del mundo.

Unos doscientos hombres huian ante nosotros. De repente, y sin duda á causa de las maniobras que don Antonio hacia para no alcanzarlos, se le fueron los piés al caballo, que con el jinete vino á dar en tierra, produciendo un gran ruido al chocar con el suelo, donde los dos quedaron sin poderse mover, el caballo por la posicion en que cayera, y el jinete por quedarle una pierna debajo del caballo.

Un «¡por vida del Chápiro! ¿No veis que se ha caido D. Antonio? » lanzado en medio del grupo, no sé por quién, detuvo á éste, ó por mejor decir, le revolvió sobre nosotros con tanta rapidez como aquella con que ántes se alejaba, y rodeando al derribado caballero, cien manos se alargaron hácia él, miéntras cien bocas exclamaban:

—¿Se ha hecho V. daño, D. Antonio?

— ¿Se ha lastimado V.?

—¡Estése V. quieto por Dios!

—Cuidado con la pierna

—Sujetad bien el caballo, que si se mueve le puede lastimar.

—Asi.

—¡Ahora, arriba!

Y miéntras unos cuantos levantaban el caballo en peso, tres ó cuatro alzaron á D. Antonio.

—Vamos, Sr. D. Antonio, eso no es nada!

—A ver, ande V. un poquito.

— Bueno: gracias á Dios, la pierna está entera.

—Yo, la verdad, cuando vi caer á su merced, me creí que se habia roto el bautismo.

—Ha sido una caida con muchísima suerte.

—Más vale así.

—Gracias, señores, muchas gracias, dijo D. Antonio, miéntras que con una solicitud que pudiera llamarse maternal, se apresuraban otros á sacudir el polvo de que su uniforme se llenó al chocar con el suelo.

Aquellos que por ser los últimos en acercarse no pudieron prestar ningun servicio á D. Antonio, se dedicaron á su cabalgadura, merced á lo cual ambos estuvieron á un mismo punto tan limpios, aderezados y en disposicion de volver á empezar, como al salir de su casa y de manos de su excelente mujer y cariñosa hija, el primero, y el segundo de las de los cuidadosos servidores.

—En estos casos no debe uno dejarse enfriar el cuerpo, Sr. D. Antonio: con que, arriba y andando—dijo el que parecia jefe del grupo.

Los unos acercaban el caballo, los otros se disputaban el honor de tenerle el estribo, los más importantes le subieron sobre la silla poco ménos que en brazos, y cuando ya estaba perfectamente acomodado y sin que nada le faltára, aquel último que habló dijo á sus companeros:

- Huir, que le voy á dar el sable.

El grupo corrió de nuevo como ántes del incidente que acabamos de narrar. El mismo hombre que quedó al lado de D. Antonio le alargó el sable, y en dos saltos se unió a sus compañeros, continuando juntos su precipitada huida, miéntras D. Antonio, arrimando las espuelas á su caballo y recogiéndolo al mismo tiempo, prosiguió la persecucion, dando tremendos tajos en el aire hasta que consiguió meter en sus casas á los revolucionarios.

Entónces nosotros nos fuimos á las nuestras tan tranquilos. Hoy, cuando pienso en ello, me parece que haciamos perfectamente en estarlo. No dejábamos ni un hombre en la cárcel, ni una gota de sangre en las calles, ni una lágrima en los ojos de las hermanas, hijas, esposas ó madres de los que hicieron el pronunciamiento de las Californias ni de los que le sofocamos.

Ahora estas cómicas escenas de sainete se han convertido en horribles escenas de tragedia, y aquel querido suelo ha empapado más sangre y llanto que valen todos los que nos incitan á que decidamos á tiros la suerte de las ideas.

SOLES DE BARRAMEDA.

Mayo de 1875.


AJEDREZ.

PROBLEMA NÚM. 1.

NEGRAS.

BLANCAS,

Juegan éstas y dan mate en tres jugadas.

ADVERTENCIAS.

Como ofrecimos en el número anterior, al presente, que es el primero del segundo volúmen de la ILUSTRACION ESPAÑoLA Y AMERICANA de 1875, acompañan la portada y los indices correspondientes al primer volúmen de dicho año, y XIX de la coleccion.

En él empezamos á reemplazar la fundicion de que nos habiamos servido hasta ahora por otra de cuerpo mayor y más clara, que ha sido rubricada expresamente para nuestro periódico.

Rogamos á los Sres. Suscritores que, al hacer alguna reclamacion ó renovar su abono, acompañen siempre una de las fajas impresas con que reciben el periódico, porque es el modo de poder servirles con mayor prontitud; y si la reclamacion se hiciere por medio de tarjeta postal, deben expresar claramente el número que tenga la respectiva faja, toda vez que no es posible entónces agregar ésta á la tarjeta.