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LA ISLA DEL TESORO

aquella lucha; y eso que, aun admitiendo la seguridad que yo tenía de entretener la maniobra aquella por largo tiempo, no veía una posibilidad verdadera de escape definitivo.

Pues bien, en tal estado las cosas, La Española tocó repentinamente el banco á que la dirigíamos; se bamboleó, fué rozando la arena por un momento y luego, rápida como una exhalación, se inclinó sobre babor recostándose de tal manera que la superficie de la cubierta formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados. El chapuzón levantó una oleada que se coló por los imbornales y se estancó luego en un charco entre la cubierta y la balaustra.

Tanto Hands como yo rodamos en un segundo, casi juntos, hacia los imbornales, revolviéndose con nosotros el cadáver de O’Brien, con su gorro encarnado y sus brazos siempre en cruz. Tan juntos rodamos ciertamente que mi cabeza se encontró enredada con los pies del timonel, golpeando en ellos con un sonido que hizo que mis dientes chocaran tiritando á causa del horror. Pero con golpe y todo, yo fuí el primero en estar en pie, pues Hands estaba enredado estrechamente con los brazos y piernas de su víctima. La inclinación repentina del buque hacía que su cubierta fuera ya inútil para correr sobre ella. Tenía, pues, precisión de buscarme alguna nueva vía de escape, y eso en aquel instante mismo, porque mi adversario se había ya desligado del muerto y estaba, de nuevo, en pie, casi sobre mí. Rápido como el pensamiento salté sobre los obenques de mesana, avancé una mano sobre la otra y no tomé siquiera aliento hasta que me encontré sentado en uno de los baos de gavia.

Á la rapidez con que obré debí mi salvación; la daga