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CANTO NOVENO

crecer la lluvia enviada por Júpiter. No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni leyes tampoco, sino que viven en las cumbres de los altos montes, dentro de excavadas cuevas; cada cual impera sobre sus hijos y mujeres, y no se cuidan los unos de los otros.

116 »Delante del puerto, no muy cercana ni á gran distancia tampoco de la región de los Ciclopes, hay una isleta poblada de bosque, con una infinidad de cabras monteses, pues no las ahuyenta el paso de hombre alguno ni van allá los cazadores, que se fatigan recorriendo las selvas en las cumbres de las montañas. No se ven en ella ni rebaños ni labradíos, sino que el terreno está siempre sin sembrar y sin arar, carece de hombres, y cría bastantes cabras. Pues los Ciclopes no tienen naves de rojas proas, ni cuentan con artífices que se las construyan de muchos bancos—como las que transportan mercancías á distintas poblaciones en los frecuentes viajes que los hombres efectúan por mar, yendo los unos á encontrar á los otros,—las cuales hubieran podido hacer que fuese muy poblada aquella isla, que no es mala y daría á su tiempo frutos de toda especie, porque tiene junto al espumoso mar prados húmedos y tiernos y allí la vid jamás se perdiera. La parte interior es llana y labradera; y podrían segarse en la estación oportuna, mieses altísimas por ser el suelo muy pingüe. Posee la isla un cómodo puerto, donde no se requieren amarras, ni es preciso echar áncoras, ni atar cuerdas; pues, en abordando allí, se está á salvo cuanto se quiere, hasta que el ánimo de los marineros les incita á partir y el viento sopla. En lo alto del puerto mana una fuente de agua límpida, debajo de una cueva á cuyo alrededor han crecido álamos. Allá, pues, nos llevaron las naves y algún dios debió de guiarnos en aquella noche obscura en la que nada distinguíamos, pues la niebla era copiosa alrededor de los bajeles y la luna no brillaba en el cielo, que cubrían los nubarrones. Nadie vió con sus ojos la isla ni las ingentes olas que se quebraban en la tierra, hasta que las naves de muchos bancos hubieron abordado. Entonces amainamos todas las velas, saltamos á la orilla del mar y, entregándonos al sueño, aguardamos que apareciera la divinal Aurora.

152 »No bien se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, anduvimos por la isla muy admirados. En esto las ninfas, prole de Júpiter que lleva la égida, levantaron montaraces cabras para que comieran mis compañeros. Al instante tomamos de los bajeles los corvos arcos y los venablos de larga punta, nos distribuimos en tres grupos, tiramos, y muy presto una deidad nos