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CANTO UNDÉCIMO

mos en el caballo que fabricó Epeo y á mí se me confió todo (así el abrir como el cerrar la sólida emboscada), los caudillos y príncipes de los dánaos se enjugaban las lágrimas y les temblaban los miembros; pero nunca vi con estos ojos que á él se le mudara el color de la linda faz, ni que se secara las lágrimas de las mejillas: sino que me suplicaba con insistencia que le dejase salir del caballo, y acariciaba el puño de la espada y la lanza que el bronce hacía ponderosa, meditando males contra los teucros. Y así que devastamos la excelsa ciudad de Príamo y hubo recibido su parte de botín y además una señalada recompensa, embarcóse sano y salvo, sin que le hubiesen herido con el agudo bronce ni de cerca ni de lejos, como ocurre frecuentemente en las batallas, pues Marte se enfurece contra todos sin distinción alguna.»

538 »Así le dije; y el alma del Eácida, el de pies ligeros, se fué á buen paso por la pradera de asfódelos, gozosa de que le hubiese participado que su hijo era insigne.

541 »Las otras almas de los muertos se quedaron aún y nos refirieron, muy tristes, sus respectivas cuitas. Sólo el alma de Ayax Telamonio permanecía algo distante, enojada porque le vencí en el juicio que se celebrara cerca de las naves para adjudicar las armas de Aquiles; juicio propuesto por la veneranda madre del héroe y fallado por los teucros y por Palas Minerva. ¡Ojalá no le hubiese vencido en el mismo! Por tales armas guarda la tierra en su seno una cabeza cual la de Ayax; quien, por su gallardía y sus proezas, descollaba entre los dánaos después del irreprochable Pelida. Mas entonces le dije con suaves palabras:

553 «¡Oh Ayax, hijo del egregio Telamón! ¿No debías, ni aun después de muerto, deponer la cólera que contra mí concebiste con motivo de las perniciosas armas? Los dioses las convirtieron en una plaga contra los argivos, ya que pereciste tú que tal baluarte eras para todos. Á los aqueos nos ha dejado tu muerte constantemente afligidos, tanto como la del Pelida Aquiles. Mas nadie tuvo culpa sino Júpiter que, en su grande odio contra los belicosos dánaos, te impuso semejante destino. Ea, ven aquí, oh rey, á escuchar mis palabras; y reprime tu ira y tu corazón valeroso.»

563 »Así le hablé; pero nada me respondió y se fué hacia el Érebo á juntarse con las otras almas de los difuntos. Desde allí quizás me hubiese dicho algo, aunque estaba irritado, ó por lo menos yo á él, pero en mi pecho incitábame el corazón á ver las almas de los demás muertos.