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CANTO DUODÉCIMO

y ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera con que tapara sus oídos y me soltaron las ligaduras.

201 »Al poco rato de haber dejado atrás la isla de las Sirenas, vi humo é ingentes olas y percibí fuerte estruendo. Los míos, amedrentados, hicieron volar los remos que cayeron con gran fragor en la corriente; y la nave se detuvo porque ya las manos no batían los largos remos. Á la hora anduve por la embarcación y amonesté á los compañeros, acercándome á los mismos y hablándoles con dulces palabras:

208 «¡Amigos! No somos novatos en padecer desgracias y la que se nos presenta no es mayor que la sufrida cuando el Ciclope, valiéndose de su poderosa fuerza, nos encerró en la excavada gruta. Pero de allí nos escapamos también por mi valor, decisión y prudencia, como me figuro que todos recordaréis. Ea, hagamos todos lo que voy á decir. Vosotros, sentados en los bancos, batid con los remos las grandes olas del mar; por si Júpiter nos concede que escapemos de ésta, librándonos de la muerte. Y á ti, piloto, voy á darte una orden que fijarás en tu memoria, puesto que gobiernas el timón de la cóncava nave. Apártala de ese humo y de esas olas, y procura acercarla al escollo: no sea que la nave se lance allá, sin que tú lo adviertas, y á todos nos lleves á la ruina.»

222 »Así les dije, y obedecieron sin tardanza mi mandato. No les hablé de Escila, plaga inevitable, para que los compañeros no dejaran de remar, escondiéndose dentro del navío. Olvidé entonces la penosa recomendación de Circe de que no me armase en ningún modo; y, poniéndome la magnífica armadura, tomé dos grandes lanzas y subí al tablado de proa, lugar desde donde esperaba ver primeramente á la pétrea Escila que iba á producir tal estrago en mis compañeros. Mas, no pude verla en parte alguna y mis ojos se cansaron de mirar á todos los sitios, registrando la obscura peña.

234 »Pasábamos el estrecho llorando, pues á un lado estaba Escila y al otro Caribdis, que sorbía de horrible manera la salobre agua del mar. Al vomitarla dejaba oir sordo murmurio, revolviéndose toda como una caldera que está sobre un gran fuego, y la espuma caía sobre las cumbres de ambos escollos. Mas, apenas sorbía la salobre agua del mar, mostrábase agitada interiormente, el peñasco sonaba alrededor con espantoso ruido y en lo hondo se descubría la tierra mezclada con cerúlea arena. El pálido temor se enseñoreó de los míos, y mientras contemplábamos á Caribdis, temerosos de la muerte, Escila me arrebató de la cóncava embarcación los seis com-