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estuve lejos de los míos, me lavé las manos en un lugar resguardado del viento y oré á todos los dioses que habitan el Olimpo, los cuales infundieron en mis párpados dulce sueño. Y en tanto, Euríloco comenzó á hablar con los amigos, para darles este pernicioso consejo:

340 «Oíd mis palabras, compañeros, aunque padezcáis tantos infortunios. Todas las muertes son odiosas á los infelices mortales, pero ninguna es tan mísera como morir de hambre y cumplir de esta suerte el propio destino. Ea, tomemos las más excelentes de las vacas del Sol y ofrezcamos un sacrificio á los dioses que poseen el anchuroso cielo. Si consiguiésemos tornar á Ítaca, la patria tierra, erigiríamos un rico templo al Sol, hijo de Hiperión, poniendo en él muchos y valiosos simulacros. Y si, irritado á causa de las vacas de erguidos cuernos, quisiera el Sol perder nuestra nave y lo consintiesen los restantes dioses, prefiero morir de una vez, tragando el agua de las olas, á consumirme con lentitud, en una isla inhabitada.»

352 »Tales palabras profirió Euríloco y los demás compañeros las aprobaron. Seguidamente, habiendo echado mano á las más excelentes de entre las vacas del Sol, que estaban allí cerca—pues las hermosas vacas de retorcidos cuernos y ancha frente pacían á poca distancia de la nave de azulada proa—se pusieron á su alrededor y oraron á los dioses, después de arrancar tiernas hojas de una alta encina porque ya no tenían blanca cebada en la nave de muchos bancos. Terminada la plegaria, degollaron y desollaron las reses; luego cortaron los muslos, los pringaron con gordura por uno y otro lado y los cubrieron de trozos de carne; y, como carecían de vino que pudiesen verter en el fuego sacro, hicieron libaciones con agua mientras asaban los intestinos. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y, dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, lo espetaron en los asadores.

366 »Entonces huyó de mis párpados el dulce sueño y emprendí el regreso á la velera nave y á la orilla del mar. Al acercarme al corvo bajel, llegó hasta mí el suave olor de la grasa quemada y, dando un suspiro, clamé de este modo á los inmortales dioses:

371 «¡Padre Júpiter, bienaventurados y sempiternos dioses! Para mi daño, sin duda, me adormecisteis con el cruel sueño; y mientras tanto los compañeros, quedándose aquí, han consumado un gran delito.»

374 »Lampetia, la del ancho peplo, fué como mensajera veloz á decirle al Sol, hijo de Hiperión, que habíamos dado muerte á sus