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CANTO DÉCIMOTERCIO

cho tiempo, y no pudo reconocerla porque una diosa—Palas Minerva, la hija de Júpiter—le cercó de una nube con el fin de hacerle incognoscible y enterarle de todo: no fuese que su esposa, los ciudadanos y los amigos lo reconocieran antes que los pretendientes pagaran por completo sus demasías. Por esta causa todo se le presentaba al rey en otra forma, así los largos caminos, como los puertos cómodos para fondear, las rocas escarpadas y los árboles florecientes. El héroe se puso en pie y contempló la patria tierra; pero en seguida gimió y, bajando los brazos, golpeóse los muslos mientras suspiraba y decía de esta suerte:

200 «¡Ay de mí! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra á que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes é injustos, ú hospitalarios y temerosos de los dioses? ¿Adónde podré llevar tantas riquezas? ¿Adónde iré perdido? Ojalá me hubiese quedado allí, con los feacios, pues entonces me llegara á otro de los magnánimos reyes, que, recibiéndome amistosamente, me hubiera enviado á mi patria. Ahora ni sé dónde poner estas cosas, ni he de dejarlas aquí: no vayan á ser presa de otros hombres. ¡Oh dioses! No eran, pues, enteramente sensatos ni justos los caudillos y príncipes feacios, ya que me traen á estotra tierra; dijeron que me conducirían á Ítaca, que se ve de lejos, y no lo han cumplido. Castíguelos Júpiter, el dios de los suplicantes, que vigila á los hombres é impone castigos á cuantos pecan. Mas, ea, contaré y examinaré estas riquezas: no se hayan llevado alguna cosa en la cóncava nave cuando de aquí partieron.»

217 Hablando así, contó los bellísimos trípodes, los calderos, el oro y las hermosas vestiduras tejidas; y, aunque nada echó de menos, lloraba por su patria tierra, arrastrándose en la orilla del estruendoso mar y suspirando mucho. Acercósele entonces Minerva en la figura de un joven pastor de ovejas, tan delicado como el hijo de un rey; que llevaba en los hombros un manto doble, hermosamente hecho; en los nítidos pies, sandalias; y en la mano, una jabalina. Ulises se holgó de verla, salió á su encuentro y le dijo estas aladas palabras:

228 «¡Amigo! Ya que eres el primer hombre á quien encuentro en este lugar, ¡salud!, y ojalá no vengas con mala intención para conmigo; antes bien, salva estas cosas y sálvame á mí mismo, que yo te lo ruego como á un dios y me postro á tus rodillas. Mas dime con verdad para que yo me entere: ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué pueblo? ¿Qué hombres hay en la comarca? ¿Estoy en una isla que se ve