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LA ODISEA

tu madre un esposo. Y así que hayas realizado y llevado á cumplimiento todas estas cosas, medita en tu mente y en tu corazón cómo matarás á los pretendientes en el palacio: si con dolo ó á la descubierta; porque es preciso que no andes en niñerías, que ya no tienes edad para ello. ¿Por ventura no sabes cuánta gloria ha ganado ante los hombres el divinal Orestes, desde que mató al parricida, al doloso Egisto, que le había asesinado su ilustre padre? También tú, amigo, ya que veo que eres gallardo y de elevada estatura, sé fuerte para que los venideros te elogien. Y yo me voy hacia la velera nave y los amigos que ya deben de estar cansados de esperarme. Cuida de hacer cuanto te dije y acuérdate de mis consejos.»

306 Respondióle el prudente Telémaco: «Me dices estas cosas de una manera tan benévola, como un padre á su hijo, que nunca jamás podré olvidarlas. Pero, ea, aguarda un poco, aunque tengas prisa por irte, y después que te bañes y deleites tu corazón, volverás alegremente á tu nave, llevándote un regalo precioso, muy bello, para guardarlo como presente mío, que tal es la costumbre que suele seguirse con los huéspedes amados.»

314 Contestóle Minerva, la deidad de los brillantes ojos: «No me detengas, oponiéndote á mi deseo de irme en seguida. El regalo con que tu corazón quiere obsequiarme, me lo entregarás á la vuelta para que me lo lleve á mi casa: escógelo muy hermoso y será justo que te lo recompense con otro semejante.»

319 Diciendo así, partió Minerva, la de los brillantes ojos: fuése la diosa, volando como un pájaro, después de infundir en el espíritu de Telémaco valor y audacia, y de avivarle aún más el recuerdo de su padre. Telémaco, considerando en su mente lo ocurrido, quedóse atónito, porque ya sospechó que había hablado con una deidad. Y aquel varón, que parecía un dios, se apresuró á juntarse con los pretendientes.

325 Ante éstos, que le oían sentados y silenciosos, cantaba el ilustre aedo la vuelta deplorable que Palas Minerva deparara á los aquivos cuando partieron de Troya. La discreta Penélope, hija de Icario, oyó de lo alto de la casa la divinal canción, que le llegaba al alma; y bajó por la larga escalera, pero no sola, pues la acompañaban dos esclavas. Cuando la divina entre las mujeres llegó adonde estaban los pretendientes, detúvose cabe á la columna que sostenía el techo sólidamente construído, con las mejillas cubiertas por espléndido velo y una honrada doncella á cada lado. Y arrasándosele los ojos de lágrimas, hablóle así al divinal aedo: