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LA ODISEA

326 Diciendo así, tomó con la robusta mano la espada que Agelao, al morir, arrojara en el suelo, y le dió un golpe en la cerviz; y la cabeza cayó en el polvo, mientras Liodes hablaba todavía.

330 Pero libróse de la negra Parca el aedo Femio Terpíada; el cual, obligado por la necesidad, cantaba ante los pretendientes. Hallábase de pie junto al postigo, con la sonora cítara en la mano, y revolvía en su corazón dos resoluciones: ó salir de la habitación y sentarse junto al bien construído altar del gran Jove, protector del recinto, donde Laertes y Ulises quemaran tantos muslos de buey; ó correr hacia Ulises, abrazarle por las rodillas y dirigirle súplicas. Considerándolo bien, parecióle mejor tocarle las rodillas á Ulises Laertíada. Y dejando en el suelo la cóncava cítara, entre la cratera y la silla de clavazón de plata, corrió hacia Ulises, abrazóle por las rodillas y comenzó á suplicarle con estas aladas palabras:

344 «Te lo ruego abrazado á tus rodillas, Ulises: respétame y apiádate de mí. Á ti mismo te pesará más tarde haber quitado la vida á un aedo como yo, que canto á los dioses y á los hombres. Yo de mío me he enseñado, que un dios me inspiró en la mente canciones de toda especie y soy capaz de entonarlas en tu presencia como si fueses una deidad: no quieras, pues, degollarme. Telémaco, tu caro hijo, te podrá decir que no entraba en esta casa de propio impulso ni obligado por la penuria á cantar después de los festines de los pretendientes; sino que éstos, que eran muchos y me aventajaban en poder, forzábanme á que viniera.»

354 Así habló; y, al oirlo el vigoroso y divinal Telémaco, dijo á su padre que estaba cerca:

356 «Tente y no hieras con el bronce á ese inculpable. Y salvaremos asimismo al heraldo Medonte, que siempre me cuidaba en esta casa mientras fuí niño; si ya no le han muerto Filetio ó el porquerizo, ni se encontró contigo cuando arremetías por la sala.»

361 Así dijo; y oyólo el discreto Medonte, que se hallaba acurrucado debajo de una silla, tapándose con un cuero reciente de buey para evitar la negra Parca. Corrió en seguida hacia Telémaco, abrazóle por las rodillas y comenzó á suplicarle con estas aladas palabras:

367 «¡Amigo! Ése soy yo. Deténte y di á tu padre que no me cause daño con el agudo bronce, prevaliéndose de su fuerza, irritado como está contra los pretendientes que agotaban sus bienes en el palacio y á ti, los muy necios, no te honraban en lo más mínimo.»

371 Díjole sonriendo el ingenioso Ulises: «Tranquilízate, ya que