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LA ODISEA

205 Así le dijo; y Penélope sintió desfallecer sus rodillas y su corazón, al reconocer las señales que Ulises describiera con tal certidumbre. Al punto corrió á su encuentro, derramando lágrimas; echóle los brazos alrededor del cuello, le besó en la cabeza y le dijo:

209 «No te enojes conmigo, Ulises, ya que eres en todo el más circunspecto de los hombres; y las deidades nos enviaron la desgracia y no quisieron que gozásemos juntos de nuestra juventud, ni que juntos llegáramos al umbral de la vejez. Pero no te enfades conmigo, ni te irrites si no te abracé, como ahora, tan luego como estuviste en mi presencia; que mi ánimo, acá dentro del pecho, temía horrorizado que viniese algún hombre á engañarme con sus palabras, pues son muchos los que traman perversas astucias. La argiva Helena, hija de Júpiter, no se hubiera juntado nunca en amor y concúbito con un extraño, si hubiese sabido que los belicosos aqueos habían de traerla nuevamente á su casa y á su patria tierra. Algún dios debió de incitarla á realizar aquella vergonzosa acción; pues anteriormente jamás pensara cometer la deplorable falta que fué el origen de nuestras penas. Ahora, como acabas de referirme las señales evidentes de aquel lecho, que no vió mortal alguno sino solos tú y yo, y una esclava, Áctoris, que me había dado mi padre al venirme acá y custodiaba la puerta de nuestra sólida estancia, has logrado traer el convencimiento á mi espíritu con ser éste tan obstinado.»

231 Diciendo de esta guisa, acrecentóle el deseo de sollozar; y Ulises lloraba, abrazado á su dulce y honesta esposa. Así como la tierra aparece grata á los que vienen nadando porque Neptuno les hundió en el ponto la bien construída embarcación, haciéndola juguete del viento y del gran oleaje; y unos pocos, que consiguieron salir del espumoso mar al continente, lleno el cuerpo de sarro, pisan la tierra muy alegres porque se ven libres de aquel infortunio: pues de igual manera le era agradable á Penélope la vista del esposo y no le quitaba del cuello los níveos brazos. Llorando los hallara la Aurora de rosáceos dedos, si Minerva, la deidad de los brillantes ojos, no hubiese ordenado otra cosa: alargó la noche, cuando ya tocaba á su término, y detuvo en el Océano á la Aurora, de áureo trono, no permitiéndole uncir los caballos de pies ligeros que traen la luz á los hombres, Lampo y Faetonte, que son los potros que conducen á la Aurora. Y entonces dijo á su consorte el ingenioso Ulises: