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AL LECTOR

monstruos como Escila y Caribdis, almas de los muertos, etc.; tan graduada la progresión del interés hasta que llega el desenlace no por previsto menos conmovedor; y tantas y tales las escenas del poema; que á la mayoría de los lectores les causa una impresión más agradable que la propia Ilíada. Las frases del lenguaje usual que proceden de la Odisea y los elementos que la misma ha proporcionado al folk-lore de las naciones modernas (la tela de Penélope, el suplicio de Tántalo, Escila y Caribdis, el ciclope Polifemo, las Sirenas, etc.), demuestran que ha sido siempre el más popular de los poemas homéricos.

De este libro inmortal, que es la segunda obra maestra de la épica griega y que el Estagírita consideraba como el magnífico espejo de la vida humana[1], se han publicado en España dos ediciones notables en verso endecasílabo: la clásica del secretario Gonzalo Pérez en castizo lenguaje, pero algo amplificada[2]; y la del eximio helenista contemporáneo D. Federico Baráibar y Zumárraga, que es la más fiel y exacta de cuantas conocemos en lengua castellana[3]. Menor importancia tienen otras traducciones que han visto la luz pública, como la de D. Antonio de Gironella[4], pues no suelen ser directas del texto original, sino resultado de la comparación de diferentes versiones en idiomas modernos. Y no queremos citar otra versión española, calcada servilmente sobre la literal francesa, que se ha dado á luz como si en España fuera


  1. ... καὶ τὴν Ὀδύσσειαν, καλὸν ἀνθρωπίνου βίου κάτοπτρον. Aristóteles. — Retórica, lib. III, cap III.
  2. La Ulyxea de Homero, traducida de griego en lengua castellana por el secretario Gonzalo Pérez. — Madrid, Imprenta de Francisco Xavier García, 1767.
  3. Homero. — La Odisea. — Traducida directamente del griego en verso castellano por D. Federico Baráibar y Zumárraga. — Madrid, Librería de Perlado, Páez y C.a, 1906.
    Tradujeron también la Odisea en verso castellano el P. Manuel Aponte, profesor de griego en la Universidad de Bolonia, y D. Francisco Estrada y Campos. Ambas traducciones, que debieron de ser muy notables, han quedado inéditas, y la primera se ha perdido. Véase la noticia sobre Hermosilla y su Ilíada, por D. Marcelino Menéndez y Pelayo.
  4. La Odisea de Homero, traducida por Antonio de Gironella. — Barcelona, Imprenta y librería politécnica de Tomás Gorchs, 1851. — En el prólogo dice el Sr. Gironella, entre otras cosas como la de que Gonzalo Pérez no tomó en serio su tarea: «Ciertamente, pues, era una consideración para un amante de las letras el regalar á su patria una tan preciosa antigüedad; pero en mí este patriótico impulso estaba balanceado por dos consideraciones: decía á mis instigadores: «pero si á pesar mío confieso que no me gusta, y si no sé el griego? á lo primero me contestaban que no me gustaba porque no la había visto con detención; que cuanto más adelantase en la obra más bellezas hallaría en ella, lo que confieso humildemente que, generalmente hablando, así me ha acontecido; y á lo segundo que el griego de Homero, que no es una lengua general, sino una de sus cuatro distintos dialectos, nadie lo sabe actualmente (sic), como lo prueban las continuas contradicciones que hay entre los traductores relativamente al verdadero significado de una palabra misma, y que las buenas traducciones latinas, italianas, francesas, inglesas y alemanas, son tales y de tales autores, que yo, aun cuando me hallase ser un perfecto helenista, nunca hallaría en mi original más que lo que ellos hallaron, ni sabría expresarlo mejor. Algo concluyente es este raciocinio y para mí esforcé el convencimiento á que lo fuese más. Tomé, pues, la exactísima y literal versión latina de Henr. Stephano, publicada en París en 1624, la inglesa de Pope, las francesas de J. P. Bitaubé, de Dugas-Montbel, de madama Dacier, del príncipe Le Brun, el sabio concolega del cónsul emperador, y de Eugenio Bareste, última que se ha publicado y que se supone ser la más técnica. No quise apelar á mayor número de materiales, para evitar dudas y confusiones, y estudiando bien y compulsando entre sí estos auxiliares, hallé que en efecto podía apoyarme en ellos.»