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CANTO QUINTO

474 Después de meditarlo, se le ofreció como mejor el último partido. Fuése, pues, á la selva que halló cerca del agua, en un altozano, y metióse debajo de dos arbustos que habían nacido en un mismo lugar y eran un acebuche y un olivo. Ni el húmedo soplo de los vientos pasaba á través de ambos, ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los penetraba del todo: tan espesos y entrelazados habían crecido. Debajo de ellos se introdujo Ulises y al instante aparejóse con sus manos ancha cama, pues había tal abundancia de hojas secas que bastaran para abrigar á dos ó tres hombres en lo más fuerte del invierno por riguroso que fuese. Mucho holgó de verlas el paciente divinal Ulises, que se acostó en medio y se cubrió con multitud de las mismas. Así como el que vive en remoto campo y no tiene vecinos, esconde un tizón en la negra ceniza para conservar el fuego y no tener que ir á encenderlo á otra parte; de esta suerte se cubrió Ulises con la hojarasca. Y Minerva infundióle en los ojos dulce sueño y le cerró los párpados para que cuanto antes se librara del penoso cansancio.