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CANTO SEXTO

110 Mas cuando ya estaba á punto de volver á su morada unciendo las mulas y plegando los hermosos vestidos, Minerva, la de los brillantes ojos, ordenó otra cosa para que Ulises recordara del sueño y viese á aquella doncella de lindos ojos, que debía llevarlo á la ciudad de los feacios. La princesa arrojó la pelota á una de las esclavas y erró el tiro, echándola en un hondo remolino; y todas gritaron muy fuertemente. Despertó con esto el divinal Ulises y, sentándose, revolvía en su mente y en su corazón estos pensamientos:

119 «¡Ay de mí! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra á que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes é injustos, ú hospitalarios y temerosos de los dioses? Desde aquí se oyó la femenil gritería de jóvenes ninfas que residen en las altas cumbres de las montañas, en las fuentes de los ríos y en lugares pantanosos cubiertos de hierba. ¿Me encuentro, por ventura, cerca de hombres de voz articulada? Ea, yo mismo probaré de salir é intentaré verlo.»

127 Hablando así, el divinal Ulises salió de entre los arbustos y en la poblada selva desgajó con su fornida mano una rama frondosa con que pudiera cubrirse las partes verendas. Púsose en marcha de igual manera que un montaraz león, confiado de sus fuerzas, sigue andando á pesar de la lluvia ó del viento, y le arden los ojos, y se echa sobre los bueyes, las ovejas ó las agrestes ciervas, pues el vientre le incita á que vaya á una sólida casa é intente acometer al ganado; de tal modo había de presentarse Ulises á las doncellas de hermosas trenzas, aunque estaba desnudo, pues la necesidad le obligaba. Y se les apareció horrible, afeado por el sarro del mar; y todas huyeron, dispersándose por las orillas prominentes. Pero se quedó sola é inmóvil la hija de Alcínoo, porque Minerva dióle ánimo y libró del temor á sus miembros. Siguió, pues, delante del héroe sin huir; y Ulises meditaba si convendría rogar á la doncella de lindos ojos, abrazándola por las rodillas, ó suplicarle, desde lejos y con dulces palabras, que le mostrara la ciudad y le diera con que vestirse. Pensándolo bien, le pareció que lo mejor sería rogarle desde lejos con suaves frases: no fuese á irritarse la doncella si le abrazaba las rodillas. Y á la hora pronunció estas dulces é insinuantes palabras:

149 «¡Yo te imploro, oh reina, seas diosa ó mortal! Si eres una de las deidades que poseen el anchuroso cielo, te hallo muy parecida á Diana, hija del gran Júpiter, por tu hermosura, por tu grandeza y por tu aire; y si naciste de los hombres que moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre, tu veneranda madre y tus hermanos,