—«Sí, verá usted.»
Y mientras la señora se daba vuelta para señalar el sitio que ocupara un grabado que representaba á Beethoven en casa de Mozart, hice un movimiento como para cerrar el cajon, que se resistía con una habilidad extraordinaria, y poniendo en ejercicio el pañuelo, me apoderé de aquel papelito.
—«Allí había otro que representaba un pianista; ¿cómo era que se llamaba? ¡Pero qué memoria la mía!»
—«¿Cómo era el cuadro, señora?»
—«El pianista está sentado, y una figura blanca, como de vapor, y con un harpa...»
—«Sí, El último pensamiento de Weber.»
—«Justamente. Los otros eran cuadros de tragedias, de hospital, y de batalla.»
—«Dígame, señora: en esa cómoda ¿se ha guardado alguna ropa ó algo que no fuera de Antonio?»
—«No, señor; nunca.»
—«No extrañe usted la pregunta; se la he hecho porque me parecía que en uno de los cajones habia un perfume que no era el mismo.»
—«¡Qué esperanzas! jamás usó otro.»
—«Pues vea usted, señora: los datos que usted ha tenido la bondad de comunicarnos, coinciden perfectamente con los que se nos han remitido, y es seguro que el jóven, de que usted nos ha hablado, es Antonio. ¡Cuánto le agradecemos todo, y cuánto le agradeceríamos las noticias que nos comunicára!»