más; pero, en el momento de darle paso, tomé aquel olor extraordinario y suave, el olor de aquel perfume maravilloso que habíamos reconocido en las casas de las calles Tucuman y Europa.
Era Antonio
Con paso resuelto, penetró en la cámara mortuoria, á la cual le seguimos.
—«¡Es evidente!»—dijo Manuel en voz muy baja—«esto no ofrece la menor duda. No hay vuelta que darle; este es un drama, y un drama espeluznante. ¡Si fuéramos de la Policía!»
—«Estaríamos como gatos. ¿Por qué no le pregunta todo lo que desea saber? En el momento le diría todo.»
—«Vaya á freir buñuelos».
Antonio se acercó al lecho de Saturnino, estuvo dos minutos de pié al lado y le tomó una mano; luego sacó un pañuelo. y, por debajo de los anteojos, se enjugó una lágrima, real ó ficticia, ó aparentó enjugarla.
Saludó luego, y salió con paso más seco y firme, si era posible, que al entrar.
Me despedí de Manuel con un gesto significativo y diciéndole que más tarde iría á verle. Seguí luego á Antonio de la manera más disimulada que pude.
—«¡Ahora te tengo, jilguerito mío!»—pensaha al caminar á cierta distancia detrás de él.—«Ahora me vas á explicar qué has hecho de las costillas de