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Mariano y de Nicanor, y tu veneno peruano, y tu perfume endiablado, y tu paso, y tus anteojos, y tu ceño.»—Y veía, como imágenes flotantes, el fémur con inscripciones, y el ángulo de una carta, fragmento descuidado y desconocido que parecía un documento clave, una inscripcion trilingüe, una piedra de Roseta.

Llegé á una cuadra en la que dos grandes jardines, cercados de verja uno frente á otro alejaban las casas. La luz era poca. Precipité el paso y me coloqué cerca de él. Con voz enérgica entonces, pero sin acritud, llamé:

—«¡Señorita Clara!»