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serciones musculares parecían desprenderse de sus respectivos asientos, y que todas las auroras me enviaban soplos de vida jóven y fresca, en la plenitud de un esplendor que se remontaba sobre los sueños y las ilusiones.

¡Qué soberana belleza vieron mis ojos asombrados!

Me pareció que si las tristes víctimas de una catástrofe adivinada, volvieran á recuperar su animacion, retornarían contentas á la sombra del sepulcro, exclamando:—«Tú lo has hecho; gracias siempre por tu amor».

Y justifiqué á aquel personaje de Hoffmann que vendió su reflejo en una noche de San Silvestre; y huyeron para siempre, como palomas aterradas por el gavilan, las imágenes de todos los suicidas y criminales y locos que se quedaron sin conciencia por las seducciones de la hermosura.

—«Una inteligencia como la suya,»—la dije—«no puede pasar inadvertida la impresión que me ha causado al verla como deseaba, y debe creer que mis sentimientos me imponen la conviccion de que, poseedora de una belleza semejante, no puede ser criminal.»

Mientras le decía esto, me palpé la cuarta costilla, y ella se llevó la mano á la cabeza para arreglarse alguna nada del tocado, que le hacía cosquillas en la nuca, y que disimulaba la falta de la cabellera. Tenía un casquetín de blondas negras y