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vestía un traje de satín de igual color. En el cuello un tul blanco plegado, y una gruesa cadena de oro, en la que estaba suspendido un relicario de rubíes.

Habría jurado que en aquel relicario estaba el veneno.

No sabía por dónde comenzar.

Frine, vestida, se presentaba sin abogado.

Y ¡cómo! despues de tanta pesquisa, de tantas averiguaciones, ¿me iba á avasallar aquella mujer?

La ofuscacion había pasado, y ella rompió el silencio.

—«Usted sabe mi nombre, y esto me indica que usted sabe todo.»

Su voz había cambiado, y era dulce como un caramelo, y blanda y voluptuosa como sus ojos.

—«Si no todo, una gran parte á lo menos. He sido llevado de la mano por la curiosidad y por el acaso.»

Me pareció que no le hablaba con bastante energía. Que mi voz no tenía esa resonancia que iba á atravesar las ventanas, y que algunos vocablos nacían como súplicas en vez de retorcerse como órdenes.

—«Vengo, señorita, para salvarla. Su secreto ya no le pertenece, ni á mí tampoco, porque otras personas han tomado parte en esta investigacion. Al regresar de un largo viaje, un amigo me regaló una bolsa de huesos que un estudiante de Medici-