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CAPITULO III


Los convidados habían salido.

Como pedrisco en florido sembrado, cayeron sobre la alegría de la reunión los dicterios del gastrónomo. Rodopis misma permaneció pálida y estremecida en la desierta sala, adornada aun para la fiesta.

Knakias apagó las lámparas de las paredes. Con esto sucedió á la clara luz una mística semi-obscuridad que apenas permitía distinguir el confuso montón de la vajilla, los restos de la cena y los lechos apartados de su sitio.

Entraba por la puerta un aire glacial, pues empezaba á amanecer, y la hora del alba suele ser en Egipto fresca y desagradable. Ligero estremecimiento de frío hacía temblar el cuerpo de la anciana que iba muy poco abrigada. Con ojos enjutos contemplaba el desierto salón, poco há henchido de júbilo y alegría, comparando el interior de su alma con aquel aposento, y pareciéndole que la carcoma roía su corazón y se helaba su sangre.