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CAPITULO VI


El rey Amasis después del convite, se había permitido apenas tres horas de descanso nocturno. Como de costumbre, los pajes sacerdotales le despertaron con el primer canto de gallo; lleváronle al baño, ataviáronle con las vestiduras reales y le condujeron al ara del patio del palacio, donde practicó su libación ante los ojos del pueblo, mientras el supremo sacerdote cantaba en voz alta unas oraciones, enumeraba las virtudes del rey, y para alejar toda censura del soberano, echaba sobre los malos consejeros de éste toda la responsabilidad de los abominables pecados cometidos por ignorancia.

Como todos los días, los sacerdotes, ensalzando sus virtudes, le estimularon al bien, le leyeron en las sagradas escrituras los hechos y sentencias útiles de los grandes hombres, y le condujeron á sus habitaciones, donde le esperaban cartas y noticias de todos los puntos del reino[1].