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en la ermita, que pagaban los hermanos de la cofradía de la virgen de Butarque: asistían el fagot, el violin y el sochantre, que formaban la capilla de la iglesia parroquial del inmediato pueblo de Leganés, y celebraban el cura y el beneficiado, acompañados del sacristán y del acólito, que completaban la capilla, y la concurrencia bastaba siempre para llenar la ermita, que era muy pequeña.

En la tarde y a la hora en que nos referimos, la ermita estaba literalmente llena de gente: el alcalde y su mujer se habían apoderado, como siempre, y á guisa de presidencia, de dos sillones colocados cerca del presbiterio: el primer contribuyente, don Juan el Pintado (este era un sobrenombre, no un apellido), se veia junto al alcalde, acompañado de su mujer, una jóven como do veinte y cuatro años, á la que se llamaba por escelencia la Buena Moza de Alcorcon, y cuyo nombre era Gabriela: cerca de estos, sentada en una silla baja, cubierta con una mantilla muy usada y vestida con un no menos viejo y averiado trage negro, con un rosario en la mano, y teniendo junto á sí en el suelo un bastón muleta, había una anciana entre los sesenta y setenta años, a quien llamaban los del pueblo la forastera: don Anastasio el médico y su mujer, se veían junto a aquel grupo, y el síndico don Deogracias con su sobrina, y el tio Loperas el veterinario con su prima, y don Restituto el boticario con su cuñada, acababan de constituir lo que podia llamarse, con el cura y el beneficiado que cantaban la salve, la primera aristocracia, el círculo influyente del pueblo.

Todos ellos eran hermanos mayores ó menores de la cofradía de la Virgen.

El resto de la concurrencia lo componían habitantes del pueblo de ambos sexos, y algunos jóvenes oficiales del regimiento de caballería acantonado en el gran cuartel de Leganés, que acudían al olor de las buenas mozas.

Fuera de la ermita, entre sentado y tendido en el banco, al pie de los álamos, habia un personaje estraño; este hombre, de cuarenta á cuarenta y cinco años, vestía de una manera miserable, pero con ciertas pretensiones: sombrero viejísimo, levita viejísima, camisa de cuello mellado, desfilachado, pantalones raidos por las estremidades, corbatín y chaleco de seda negra, acarralados y lustrosos en fuerza del uso, pendiente de un bolsillo del chaleco una cadena de acero, con diges de lo mismo, que hacia presumir un reló, y... cosa estraña, porque el cielo estaba y habia estado despejado todo el dia, un paraguas de color indefinible: pero todas estas prendas estaban limpísimas, sin una mancha, y la camisa blanca como la nieve.

Su semblante revelaba la astucia, la malicia, la inteligencia burlona, el escepticismo: sus pómulos y la punta de su nariz, por su rojo característico, denunciaban el abuso de licores espirituosos, y en su boca aparecía una repugnante espresíon de sordidez.

Este hombre se llamaba don Nicolás Angulo, pero los del pueblo, á causa de su aspecto y de sus pretensiones, le habían sobrenombrado el Caballero: habia sido, ó lo pretendía, allá en sus tiempos, profesor de matemáticas; poseia en papel del Estado un capitalejo que le producía una péseta diaria: vivia fuera del pueblo, en un casuco amueblado con la misma pulcritud y con la misma pobreza que se advertía en su trage, y comía constantemente en casa del Pintado, a quien llevaba las cuentas, á quien dirigía los negocios, y que creia pagarle bien con darle de comer.

Gran parte de los concurrentes á la salve la oian con muy poca devoción, ó por mejor decir, no la oian: estaban distraídos y murmuraban consigo mismo acerca de un escándalo: este escándalo consistía en la presencia inesperada, repentina, del Pintado al lado de su mujer, la Buena Moza de Alcorcon.

El Pintado la había echado de su casa seis meses antes.

Mejor dicho, seis meses antes habia montado á caballo, había tomado á la hermosa Gabriela á las ancas, y la habia dicho:

— Vamos á ver á tu abuela.

Gabriela no tuvo nada que responder; eran los dias del santo de la buena anciana que la había criado y que era la única familia que habia conocido; á su padre lo mataron de una puñalada antes de que ella naciese, y su madre murió al darla á luz.

Gabriela era verdaderamente hermosa: alta, esbelta, blanca, rubia, con una admirable garganta y unos irresistibles ojos negros, que exhalan la vida de la pasión: aunque nunca habia salido de su pueblo mas que para ir á pasar algunos dias al próximo Madrid, era elegante y distinguida, como lo son todas las mujeres verdaderamente hermosas; ellas prestan una elegancia indudable á todo lo que se ponen, y poseen la distinción, mejor dicho, la magestad de la hermosura.

El Pintado era un hombre como de treinta y cinco años, alto, cenceño, de fisonomía enérgica y dura, moreno, de grandes patillas negras y de grandes ojos negros, que nunca miraban á derechas, como suele decirse: se le tenia por violento y se le temia; pero pasaba también por hombre de bien, aunque era escesivamente avaro.

Llegó el Pintado con su mujer la hermosa Gabriela a casa de doña Eugenia, que era una señora de pueblo, que vivía de una rentecilla, servida por una antigua criada, poco menos vieja que ella.

Cuando la pobre anciana, que estaba ciega, oyó la voz de su nieta, se levantó anhelante del rincón de su chimenea, la buscó a tientas, la abrazó y la dijo:

¿Y los pequeños, Gabriela? ¿has traído mis pequeñuelos?

—Mis hijos no hacen falta aquí para nada, dijo bruscamente el Pintado: entienden ya, y yo no quiero que oigan lo que tengo que decir de su madre.

La anciana retrocedió temblando, y Gabriela se puso densamente pálida.

—Y lo que yo tengo que decir, continuó el Pintado, voy á decirlo en muy pocas palabras: hace ocho años, vine yo á comprar unas tierrecillas que usted vendía, y conocí a su nieta de usted, doña Eugenia, me enamoré y me porté bien: usted estaba muy empeñada: yo la saqué á usted de apuros y me casé con su nieta.

—Yo te lo he agradecido, Juan, dijo con voz trémula la anciana: y ella...

—Me lo ha agradecido ella también... engañándome: ella no me ha querido nunca y ha acabado por deshonrarme.

La anciana no respondió: Gabriela rompió á llorar.

—Ella ha hecho lo que ha querido: le ha parecido mucho mejor que yo el maestro de escuela: yo he estado ciego: todo el pueblo lo ha visto antes que yo: pero yo lo he visto al fin y he callado: yo no quiero escándalos: yo no quiero recurrir á la justicia, ni quiero perderme: yo me vengaré; pero nadie lo sabrá: por lo demás, ahí se queda su nieta de usted; que no vuelva a mi casa, porque si vuelve, no sé lo que puede suceder.

—¡Y mis hijos! exclamó Gabriela: ¡mi María! ¡mi Antonio!

—La mujer que deshonra á sus hijos, esclamó sombríamente el Pintado, renuncia á ellos.

Y sin decir mas, salió: poco después se oyó el galope de su caballo que se alejaba.

Todo el mundo notó en el pueblo la desaparición de la hermosa Gabriela; pero nadie se atrevió á decir al Pintado una sola palabra : se le tenia miedo: el alcalde se informó y supo que la Buena Moza de Alcorcon estaba en casa de su abuela, y la cuestión dió fondo: todo el mundo comprendió aquella separación, y lodo el mundo esperó lo que sucedería entre el maestro de escuela y el Pintado.

Pero no sucedió nada: el Pintado siguió tratando al maestro de escuela de la misma manera que si hubiese ignorado el género de las relaciones que habían existido entre él y Gabriela: todos creyeron que las ignoraba, y por lo mismo no supieron esplicarse la separación del Pintalo de su mujer sino atribuyéndola á un misterio; pero el Pintado se apresuró á explicarlo.

—La abuela, dijo, está muy mala, y tiene un gato escondido, lleno de onzas de oro: es avarienta: yo be fingido que me he indispuesto con mi mujer, y se la be llevado; no he querido que sospeche que yo conozco que se va á morir muy pronto: lo hubiéramos echado todo a perder: Gabriela es lista, y ella averiguará dónde está la sepultura del gato.

Nadie creyó esto, pero todo el mundo fingió que se daba por satisfecho.

A los seis meses, y sin haber muerto la abuela, el Pintado apareció de repente en la salve de Nuestra Señora de Bularque, acompañado de la hermosa Gabriela, que estaba pálida y un poco delgada, pero tranquila.

Esto bastaba para que ninguno de los del pueblo oyese la salve con devocion.

Antes de que la salve acabase, por uno de los senderos que desde el pueblo conducían á la ermita, desembocó un jóven como de veinte y cuatro años, moreno, simpático, de fisonomía inteligente y de mirada melancólica y ardiente; llevaba con una marcada elegancia, paletot, chaleco y pantalón de culi blanco, sombrero de paja, corbata verde-claro, cadena de reló de oro, y botas de charol: este era el maestro de la escuela municipal de Leganés, con título de la Escuela Normal, que habia ganado por oposición su plaza, y que con sus seis mil reales de sueldo y sus maneras de esudiante era, ó mejor dicho, había sido, el d<>n Juan de la localidad.

Apasionado por las mujeres é imprudente, bahía acabado por hacerse enemigos, y si no se le habia botado fuera del pueblo por una intriga, consistía en la ardorosa protección que le dispensaban la alcaldesa, el ama del cura, la fíela de fechos, la sindica, la médica, la boticaria y la veterinaria; bailaba muy bien, tocaba el piano, cantaba canciones muy simpáticas, y gracias á él se tenia en el pósito un liceo en que se hacían comedias de aficionados: él era el recreo, la civilización, el alma del pueblo: ¿cómo desprenderse de él? Siempre que los n áridos conspiraban contra don Esteban, las mujeres se sublevaban en su favor, y era necesario ceder.

Asi es que don Estéban miraba de alto abajo á la aristocracia masculina del pueblo, y esta le aborreria lo mas cordialmente posible, á escepcion del albéitar, que era su grande amigo.

Pero algún tiempo antes de la separación del Pintado y de la hermosa Gabriela, el carácter de Estéban había cambiado completamente.

El calavera se habia hecho melancólico; habia empalidecido, haba enflaquecido, y había demostrado una grande afición á pasear bacía el arroyo de Butarque.

En los pueblos no pasa nada desapercibido: se espió á Estéban, y se supo muy pronto la causa de su transformación.

Esta causa era una hermosísima jóven do diez y ocho años, nueva en la comarca.

Ocho meses antes del dia en que empieza la acción de nuestro drama, tomó posesión de una pequeña casa con un huertecillo, una mujer, que con una sobrina jóven habia ido de Madrid.

La casa se habia vendido por justicia para pagar deudas del anterior poseedor difunto.

La nueva propietaria era una vieja ruin, muy mal vestida, que no tenia trazas de poseer los diez mil reales, por los cuales se le habia adjudicado en subasta la casa; pero una jóven que le acompañaba y que muy pronto se supo que era su sobrina y que se llamaba Elena, no dejaba nada que desear por hermosa, por elegante, aunque, vestia con una sencillez que rayaba en la pobreza, y por lo simpática y distinguida.

Sus ojos negros, grandes, profundos, dulces, eran los de un ángel, y habia en ellos una luz misteriosa que los hacia irresistibles.

Se necesitó saber su historia, y el capítulo femenino del pueblo comisionó para ello á Estéban, que inmediatamente fue la víctima de su comisión: vió á Elena y sucumbió: el don Juan, ensoberbecido por fáciles triunfos que no le habían empeñado el corazón, se sintió esclavo, y cobarde, y dominado: sintió el amor por la primera vez, y le sintió de una manera decisiva; comprendió que Elena era su destino, y al comprenderlo se sintió amado.

La idea para él, hasta entonces, horrible del matrimonio, le acometió: su corazón le dijo que no podía hacer do aquel ángel una querida, y que para vivir necesitaba unirse á ella, refundir su alma en la suya, consagarse á ella.

Estéban cumplió la comisión que se le habia dado, pero de una manera que él no habia podido imaginar.

Un día se vistió todo lo mejor que pudo, y se fué á la casa de la Enramadilla, que asi se llamaba la propiedad adquirida por la forastera.

Esta casa era muy pequeña; se componía de un solo piso bajo con una sala, un dormitorio capaz para dos lechos, y una cocina: debajo tenia una cueva: encima un granero: detrás un sotechado, que servia al mismo tiempo de gallinero y de leñera.

Esta casita estaba en el centro de un huerto plantado de legumbres y de árboles frutales como de cuatrocientos metros cuadrados, y cerrado por una tapia de poca altura: se llegaba á esta casa por uno de los senderos entre las huertas, que empezaba en el prado de la ermita de Nuestra Señora de Butarque.

Antes de ir a cumplir su comisión Estéban, habia visto en misa á Elena; ambos jóvenes habían palidecido al verse, y á la tercera mirada ya estaba todo dicho.

Estéban habló aquella noche con Elena muy larde, por encima de la tapia del huerto, sin mas testigos que la luna llena.

Hé aquí lo que ella dijo:

—Yo me llamo Elena Manrique, soy hija de un cirujano romancista que ha muerto hace tres años, dejándome bajo la tutela de mi tia materna: no he conocido á mi madre: tengo diez y ocho años: soy bordadora, y usted es el primer hombre a cuyas solicitudes he contestado.

—Y usted es la primera mujer, contestó ardorosamente Estéban, por quien yo he sentido amor.

— Mas vale asi, si es que yo llego á amar á usted.

—¡Qué! ¿no me ama usted?

—Yo no conozco el amor.

—¿Pero usted no siente?...

—Usted me es simpático; me parece usted bueno; de otra manera no hubiera tomado el billete que usted me ha dado al salir de la iglesia, ni hablaría con usted abusando del sueño de mi tia.

—¡Pero eso es amarme! insistió Esteban.

—No sé si se puede amar en tan poco tiempo, contesto siempre sencilla y siempre ingenua, Elena: esta es la tercera vez que nos vemos.

—Sí, pero desde la primera á la segunda han pasado ocho dias, y de la segunda á la tercera doce horas.

—¿Y usted cree que ese tíempo es suficiente?

—Sí, porque yo estoy loco.

—¡Loco! murmuró con un acento opaco y dulce Elena.

—Nuestras almas se han encontrado á la primera vez que nos miramos en nuestras miradas.

— Puede ser, pero lo repito: yo soy completamente inocente acerca del amor.

—Después do haberme conocido, ¿no ha pensado usted en mí?

—¡Bien! ¡si! ¡es verdad! dijo con algo de violencia Elena.

—¿No ha deseado usted volverme á ver?

—Suponiendo que yo le ame á usted, dijo Elena, yo le quisiera á usted menos impaciente, amigo mió, y mas galante: ¿á qué obligarme á que me violento ó á que mienta?

—Es que yo muero de ansiedad.

Elena no contestó.

—¡Ah! ¡no se enoje usted! esclamó apasionadamente Estéban: yo presento á usted mi corazón y nada mas.

—¿Y está usted, de veras, libre?

—Sí, contestó con alguna turbación Estéban, que recordó á Gabriela: y en prueba de ello, si usted me autoriza, mañana pido su mano de usted á su tia.

—Mi tia es muy severa.

—¿Y qué importa?

—Querrá conocer su conducta de usted: sino la tiene usted muy limpia, no dé usted ese paso: yo podría ser indulgente; yo podría esperar á que la esperiencia me demostrase que usted me amaba verdaderamente: pero mi tia...

—Mañana vengo A verla.

—Pues hasta mañana.

—¡Cómo! ¿se separa usted de mí?

—Ciertamente: hemos hablado ya bastante: yo estoy inquieta, y además no sé si debo...

—¿No quiere usted saber quién soy yo?

—Usted lo dirá á mi tia: buenas noches.

—¡Un momento más, por Dios!

—No, no: estoy tambien inquieta por usted: este sitio es muy solitario y muy medroso: parece de mal agüero: yo tengo miedo: no me violente usted: me haga usted formar un mal concepto de usted. Adiós.

—¡Ahí como usted quiera: ¡pero basta mañana!

Hasta mañana pues: buenas noches, amigo mió.

—Una palabra: al medio día vendré á ver á su tia de usted: á la media noche á ver á usted.

—¡Oh qué locura! ¡Adiós! cuidado con el camino.

—¡Oh ángel mío!

Elena desapareció descendiendo por la escalera de mano de que se habia servido para poder asomarse por encima de la tapia, y Estéban, soñando en su amor, se volvió ebrio de felicidad al pueblo. (Se continuará)


M. Fernandez y Gonzalez.