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Don Nicolás Garrido y Enrile, coronel retirado. Muerto en Madrid en 5 de Julio.

Don Agapito Crespo, coronel carlista, muerto en la escaramuza de Piedrabuena, en 24 de Julio.

Don José Pacheco, coronel retirado, muerto en Madrid.

Don Antonio Navarro y Verdugo, intendente militar de división y distrito, jubilado, caballero de la órden de San Hermenegildo y comendador de la de Isabel la Católica. Muerlo en Madrid á 29 de Julio.

Don Antonio Estrada y González de Guiral, teniente general de la Armada, ministro que fue de Marina y senador del reino, gran cruz de Isabel la Católica y San Hermenegildo. Murió en Madrid en 31 de Julio.

Don Mariano Fernandez Alarcon, contralmirante de la Armada, muerto en Cartagena a principios de Agosto.

Don Antonio Carruana, brigadier de estado mayor, muerto en Valencia.

Don Casto Méndez Nuñez, benemérito de la patria, contralmirante de la Armada, vice-presidente del Almirantazgo, caballero, gran cruz de Carlos III, muerto á los cuarenta y cinco años de edad, en Pontevedra, el dia 21 de Agosto.

Don Juan Pinilla, coronel de infantería, muerto en Barcelona.

Don Pedro Zárraga, mariscal de campo, gran cruz de San Hermenegildo, segundo cabo que fue de la capitanía general de Puerto-Rico, muerto en San Sebastian en 22 de Agosto.

(Se continuará.)

O.

LA FE DEL AMOR.

NOVELA

por

D. MANUEL FERNANDEZ Y GONZALEZ.

(CONTINUACION.)

       I. 

LOS CONCURRENTES Á LA SALVE DE LA VIRGEN.


Al día siguiente y vestida de tiros largos como ja liemos dicho, al medio dia, hora en que los muchachos salían de la escuela, Estéban se trasladó a la casa de la Enramadilla.

Encontró sentada a la puerta haciendo labor á Elena.

La jóven se puso vivamente encendida al ver a Estéban y antes de que este pudiera saludarla se metió dentro.

Poco después encorvada, mezquina, apoyada en su bastón muleta, apareció en la puerta doña Eufemia (asi se llamaba la tía de Elena) Y miró de una manera hostil al jóven.

—A los piés de usted, dijo este.

Sin duda doña Eufemia no estaba acostumbrada á ser saludada de este modo, porque apareció en su semblante una espresión de estrañeza.

—Para servir á usted, caballero, contestó con acento agrio y como si hubiera querido decir—¿qué diablos quiere usted?

Doña Eufemia había adivinado que se trataba de su sobrina.

Elena permanecía dentro.

El áspero recibimiento de la vieja desconcertó al maestro de escuela.

—Suplico á usted que me oiga un momento, dijo con la voz balbuciente.

—Vamos, ya sé, dijo doña Eufemia, cuyo semblante se avinagraba mas y mas: usted viene por la pequeña: ya me esperaba yo algo de esto: este diablejo de muchacha gusta a todo el mundo: pero á ella no le gusta nadie puede usted volverse por donde ha venido.

—Señora, suplico á usted, dijo Estéban, que temblaba todo.

—Y, vamos ¿qué tiene usted que decirme? ¿Quién es usted?

—Yo señora, me llamo Estéban Vilarrobledo

—Bien, bien: todos nos llamamos de alguna manera, ¿pero qué es usted?

—Yo soy, señora, maestro de instrucción primaria de Leganés.

—¡Ah! ¡usted es maestro de escuela!

—Servidor de usted.

—¡Ah, vamos! esto es menos malo: yo creí que usted era un señorito: usted liene un feicia con que ganarse la vida; ¿Y qué sueldo tiene usted?

—Seis mil reales.

—¿Qué es eso todos los días?

—Diez y seis reales.

—¡Vamos! con eso y con menos, se puede vivir en un pueblo: ¿le dan á usted casa?

—Sí señora.

—¿Y tiene usted provechos?

—Los regalos de Navidad de los niños ricos, que ademas pagan algo por mes: pueden calcularse seis reales diarios más.

—¡Vamos! veinte y dos reales.

El rostro de doña Eufemia se iba dulcificando.

—Además, vengo á ser de hecho el secretario del alcalde, porque el de nombramiento es un ignorante, y la gratificación que el alcalde me da viene á ser otra péseta.

—¡Veinte y seis reales! dijo doña Eufemia, ya domesticada: niña, saca sillas; perdone usted, caballero, pero cuando no se conoce á las personas hay que andarse con tiento.

Elena sacó dos sillas.

—¿Conoces tú á este señor? la dijo su tia.

Elena se puso vivamente encendida.

—¡Vamos! ustedes se conocen ya, dijo doña Eufemia y me parece... pues mire usted; usted es el primero de quien ella hace caso: véte, véte adentro, hija mía: tú no debes oir lo que este caballero me tiene que hablar.

Elena se retiró.

La vieja y Estéban se sentaron.

—Si usled consiente, dijo esle, nos casamos al momenlo.

—Poco á poco, amigo mió, dijo doña Eufemia: yo sé que usted tiene para mantener sus obligaciones; pero no sé si es usted un hombre de bien ó un pillo, y yo quiero mucho á mi sobrina para entregársela á usted asi, sin tomar informes: además, es necesario que usted sepa, que ella no tiene más que sus manos, y lo poquillo que yo la dejaré: ella es bordadora y trabaja para las tiendas: borda divinamente; pero para el tiempo que se echa, lo pagan muy mal: apenas si la pequeña gana una péseta; y hay que quitar los días de fiesta, porque las fiestas las ha hecho Dios para que se santifiquen: todo lo que yo tengo no llega á dos reales diarios: somos muy pobres: como usted ha visto que hemos comprado esta casa, habrá usted creído que somos ricas: no señor: si fuéramos ricas, no viviríamos en este destierro: yo he comprado esta casa, porque el dinero siempre se tiene y no hay que pagar más que la contribución: su padre la dejó unos dinerillos: el pobre se quitó la vida trabajando por su hija: pero con la compra de la casa, nos hemos quedado reducidas á una gran renta de dos reales diarios, como ya le he dicho á usted: ella está asi, elegantita, porque ella se lo hace y tiene mucha idea: parece una señorita, porque el bueno de su padre, hizo la locura de educarla en un colegio como si hubiese sido hija de un duque: pero afortunadamente la pobrecilla se aviene á todo, no es orgulloso; y trabaja que se quita la piel: tiene mucho talento, aunque yo no debiera decirlo; pero es la verdad: canta y toca el piano. . ¡niña! ¡niña!

—¡Mamá! contestó desde adentro Elena, que consideraba á doña Eufemia como si fuera su madre.

—¿Por qué no cantas algo, hija mía? yo he dicho á este caballero que sabes música.

—Como usted quiera, mamá; dijo Elena con dulzura, pero dejando conocer que se la contrariaba.

—Yo tendría un placer: ¿tiene usted piano?

—¡Oh! si señor; su padre hizo la locura de gastar ocho mil reales en un piano para ella: pero entre usted, entre usted: es un piano magnifico.

En efecto era un piano vertical de Hertz.

—¡Lucía! exclamó Estéban, viendo la cubierta de uno de los cuadernos: es mí favorita.

—Como usted guste, dijo Elena, que no pudo contener una mirada para Estéban.

La vieja recogió aquella mirada.

—¡Ah! dijo para sí: le quiere: pero á mí no me conviene: es necesario tener cuidado.

Elena acabó de enamorar cantando á Estéban.

Acabado el canto volvieron á salir fuera doña Eufemia y Esteban: pero no se sentaron.

—Yo me informaré de la conducta de usted, dijo doña Eufemia, y sí me satisface.. no digo que... dentro de un año... ella es muy jóven, y usted puede esperar mucho tiempo: es bueno que los que han de vivir unidos hasta la muerte, se conozcan, se estimen y se amen cuanto pueden amarse antes de morir: vuelva usted dentro de ocho días.

—¡Ocho días!

—No necesito yo menos; y esto si en ocho dias logro tener todos los informes que necesito.

—¡Pero señora, yo voy á estar muriendo ocho días!

—Ni un minuto menos.

—¡Me resigno, señora!

—Y oiga usted; que no me ande usted con imprudencias, porque si huelo que usted me ronda la chica, hemos concluido.

Esteban se despidió y se alejó lleno de ansiedad: ¿darían en el pueblo buenos informes de él á doña Eufemia? Estéban se arrepintió de su vida de aventuras.

- Y bien, dijo, si ella me ama, el saber que yo he sido afortunado con las mujeres la empeñará más, y á pesar de su tia nos casaremos... yo no sé porque tengo miedo: yo no me he comprometido con ninguna soliera... adelante... ¡Gabriela!... Gabriela está obligada á callar... con las otras no he pasado de galanterías... mis relaciones con Gabriela han sido discretas: no, no hay que temer... ¡pero esa doña Eufemia!... todo en ella es raro... ¿será tan pobre como dice? á mí me parece avara; sacrifica sin duda á la pobre Elena: es necesario salvarla de su tiranía: no se comprende la compra de esa casa de campo, el aislamiento de dos mujeres solas... este es un misterio: pero ¡no, no! ¡este misterio no toca á Elena! ¡ella es pura como un rayo del sol!

Pensando de este modo, febril, enamorado hasta el fondo e su alma, llegó Estéban al pueblo, y apenas tuvo tiempo ara comer, porque se acercaba la hora de la vuelta de los niños.

El tiempo que transcurrió hasta la medía noche, fue para Estéban una eternidad: al fin dieron las once y media: Estéban se puso un par de pistoletes en los bolsilios, y se fué á su cita con Elena.

Pero esperó en vano: Elena no parecía: sin duda doña Eufemia había tomado sus medidas para evitar un peladero de pava probable: Estéban no se atrevió á salir de entre una enramada, oscura, desde la cual se veía la casita: hacia una luna muy clara y la vieja podía estar en acecho.

El viento trajo una campanada de la iglesia del pueblo: era la una de la noche. Estéban se volvió triste, desesperado, con el corazón oprimido.

Al dia siguiente, mientras estaba en la escuela, pálido y desencajado, porque no habia dormido en toda la noche, su vieja criada le avisó de que una jóven quería hablarle.

Estéban, latiéndole el corazón con la fuerza de un martillo, abandonó su clase y salió á la puerta: ¿qué jóven podía ser aquella?

Se encontró con una vendedora de huevos que le dijo sonriendo.

—La señorita morena de la Enramadilla, me ha dado esta carta para usted.

—¿Pide contestacion?

—No señor.

—Espere usted, sin embargo.

—Como usted quiera.

Estéban abrió la caria y la devoró.

En una preciosa letra inglesa, contenia estas breves frases.

«Aprovecho la ocasión de haber ido mí tia al pueblo: anoche no pude salir al huerto: mi tia habia echado la llave á la puerta y la había guardado: no sea usted imprudente: no vuelva usted ni de dia ni de noche: esperemos.

Elena.»

Estéban dió una peseta á la huevera y la despidió.

Estaba desesperado.

Habia que esperar los ocho dias.

Pero no esperó tanto: al dia siguiente un campesino le llevó una nueva carta: era de Elena sin duda: el sobre estaba escrito por ella. Estéban leyó con espanto lo siguiente.

«Prohibo s usted terminantemente vuelva á aparecer por aquí ni á saludarnos: el hombre que seduce á una mujer casada, y que falta á la lealtad á un hombre de bien infamándole, no merece más que desprecio.

Eufemia Sandoval.»

Esta caria tenia algunas señales recientes de lágrimas.

—¡Ah! exclamó Estéban, ¡no ha sido ella! ¡ha sido la horrible tia, que ha tenido la crueldad de hacerla escribir esta terrible carta! ¡ella me ama! ¡ella ha llorado! ¡yo estoy I cu! ¡mejor! ¡ella será mía á pesar de ese vestiglo infame! pero ¿quién, quién ha sido la Meguera, la miserable, que ha dicho á esa harpía que Gabriela!... ¡ah! ¡es necesario que yo averigüe, que yo me vengue!

Aun no habia acabado de decir estas palabras Estéban, cuando una muchachuela le lleva otra carta.

Al ver la letra del sobreescrito, Estéban se puso pálido: habia reconocido la letra de Gabriela.

«Vé esta noche al sitio de costumbre, decia; tenemos que hablar de cosas muy graves.»

Esta carta no tenia firma y la letra estaba visiblemente desfigurada: era la letra usual de las cartas de Gabriela á Estéban.

El jóven rompió esta carta con furor, y su primer pensamiento fue no ir á la cita: pero luego meditó: era necesario averiguar, saber de quién tenia que vengarse.

La cita de Gabriela demostraba que el Pintado no estaba en el pueblo.

A las ocho de la noche, Estéban tomó sus pistoletes, se lió en su capa y salió de Leganés, evitando ser visto: rodeó el pueblo, y por detrás del cuartel y atravesando la carretera, tomó el camino de la ermita de Nuestra Señora de Bularque.

Estas precauciones eran muy necesarias, porque hacia una luna clarísima.

Juan el Pintado vivía en una grande huerta de su propiedad, situada frente por frente de la ermita.

Estéban se aventuró por un estrecho, tortuoso y lúgubre sendero, ensombrecido por el follaje de los altos vallados: por cima de estos se veían los árboles sin hojas, emblanquecidos de una manera fría por la luna.

Al cabo de un cuarto de hora de marcha, Estéban llegó á unos paredones derruidos, dentro de los cuales descollaba alta, negra y sombría la maleza.

Estéban penetró: sentada sobre una piedra, agoviada, replegada sobre sí misma, inmóvil, bañada enteramente por la pálida luz de la luna, había una mujer: estaba tan abstraída, que Estéban llegó junto á ella, sin ser de ella sentido.

Aquella mujer lloraba silenciosamente.

Estéban sintió un movimiento de conmiseración y de un extraño placer á un tiempo: ¡halaga tanto el ser amado con pasión, hasta por aquellos que han llegado á sernos indiferentes!

—¡Gabriela! dijo con voz opaca y trémula, Estéban.

Pasó un sacudimiento nervioso por la jóven, que se puso en pie de un salto, como si un resorte poderoso la hubiese lanzado de la piedra en que estaba sentada.

Víó á Estéban y se arrojó á su cuello sollozando: sus magníficos ojos negros le devoraban de una manera ansiosa, y dejaban ver en su fondo algo sombrío, siniestro, sanguinario.

Eran los ojos de una leona que suplicaban y amenazaban á un tiempo.

Estaba densamente pálida, y esta palidez aumentada por el lívido resplandor de la luna, la hacia parecer un espectro: pero un espectro hermosísimo.

Temblaba toda.

—¿Por qué me matas? exclamó.

Y luego añadió con una voz lúgubremente ronca:

—¿Crees tú que yo me voy á dejar matar sin defenderme? ¿crees tú que se puede perder así á una mujer como yo? ¡guárdate, Estéban! ¡guárdate!

—¿Pero qué ha sucedido? ¿qué sucede? ¿qué es esto? preguntó Estéban que habia ido resuelto á negarlo todo por evitar complicaciones: conocía demasiado á Gabriela y sabia que era terrible.

—Afortunadamente él no estaba en casa cuando llegó esa