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de los que no le quieren como monarca para España.

¡Cualquiera al oir esto pensaría que se trataba de unos niños que por entretener sus ocios jugaban á la política! Pues no señor, es la política que juega con unos niños grandes.

Y siguiendo el ejemplo los curiosos y los desocupados, que son muchos en España por aficion, y en el dia por necesidad, han convertido los alrededores del palacio del duque en punto de parada.

Allí acuden á verle salir y entrar, como hacían antes con doña Isabel de Borbon y sus hijos; allí comentan todo lo que oyen; sí ven los balcones cerrados es que aun duerme, si están abiertos es que ha madrugado; cuando sale le observan:

—Hoy está de mal humor, dice uno.

—No lo crea usted, salía sonríéndose, esclama otro.

—Debe haber pasado mala noche.

—¡Está muy grueso!

—Le han sentado bien los baños.

—Se va por la calle de San Mateo.

—Irá al palacio de Buena-vista.

—No, sigue hasta la Red de San Luis.

—Entonces va á visitar al regente.

Estas y otras conversaciones parecidas ocupan á los desocupados madrileños.

¡Pues y los pobres! Con mil duros diarios apenas lograría consolar á los que acuden á contarle sus cuitas y á pedirle socorro.

Yo he leido un cuento en el que figuraba un personaje que poseía un anillo lo milagroso. Apenas le colocaba en su dedo se hacia invisible, pero podía ver y oir á los que le rodeaban.

¡Qué fortuna para el duque y para todos los que se encuentran en su caso si poseyeran una sortija de esta especie!

Pero no, sufrirían mucho más de lo que hoy sufren, siendo visibles: entonces podrían sorprender á sus partidarios, á sus aduladores en los momentos de espansion en que creyéndose solos calculan y se hacen codiciosas ilusiones; entonces verían que por regla general el egoísmo es el móvil de los entusiasmos y de los sacrificios que se hacen por los llamados á regir los destinos de los pueblos.

Como si las pasiones que enciende la política no fueran bastante, muéstrase no sólo en España, sino en Europa, un decidido empeño de convertir también en pasiones y pasiones desencadenadas los sentimientos religiosos.

Los amigos de la revolución, en cuyo seno vivimos, tienen marcada antipatía al clero, y parecen gozarse en la destrucción de iglesias y conventos.

Preciso es confesar que alguna que otra vez incurren en exageraciones los que debían darnos ejemplos de virtudes cristianas; pero el medio de corregir estos abusos no es atacar á la religión, ensañarse con sus ministros y aplicar á los templos la piqueta demoledora.

Y sin embargo, los radicales truenan contra los curas, piden una severidad estraordinaria contra los obispos, y se irritan cuando alguna influencia se opone á su afán de demoler templos.

Dos ó tres episodios puedo recordar que ponen en evidencia esta manta.

Conducido á Madrid el obispo de Osma entre guardias civiles, no por ser criminal, sino por haberse negado á recibir una notificación; el jefe de la escolta trata al prelado con los mayores miramientos: la autoridad de Madrid le recibe de sus manos, le hace subir á un coche de alquiler y le incomunica en el colegio de San Antón.

Quéjanse los diputados tradicionalistas, y muchos individuos de la Cámara lamentan que el Gobierno no haya dado á Madrid el espectáculo de un obispo conducido al Saladero por las calles y con los codos alados como un prófugo, un ladrón de cuadrilla ó un asesino.

A esta cuestión sucede la del convento de las Calatravas.

La iglesia y el convento de esta órden, embellecen la calle de Alcalá; algunos diputados desean que se conserve, millares de vecinos de la ex-córte, firman una esposicion pidiendo que se deje en paz á las monjas.

El gobierno transige:

—La iglesia permanecerá abierta al culto, dice el ministro de Hacienda , pero el convento quedará reducido á escombros.

Y en plena Cámara se divide la mayoría:

— La iglesia caerá también, dicen unos.

—No caerá, esclaman otros.

—Sí.

—No.

—Sí...

Y ¡lo que es la pasión política combinad:! con la primavera! esta cuestión llega á punto de convertirse en manzana de la discordia.

Por fortuna algunos refrescos oportunamente administrados calmaron la fogosidad de los .que quería que cayeran la iglesia y la cosa quedó asi.

Al mismo tiempo se han permitido el miércoles de Coniza en Madrid y en Tortosa escenas que hablan poco en favor de la cultura.

Aquí se han ridiculizado de una manera indigna las ceremonias de los entierros que usa el catolicismo: en Tortosa se ha permitido la parodia del entierro de un príncipe que tiene partidarios respetables.

Si las ceremonias del protestantismo, si las prácticas de los israelitas se hubieran puesto en caricatura, no habrían faltado interpelaciones.

¡Hay libertad! hubiera contestado el Gobierno.

Pero la libertad no es la barbarie, y un pueblo civilizado no puede ni debe consentir que la religión sea ultrajada de una manera tan salvaje.

¡Cuánto mas grandioso y plausible sería ver á la Cámara condenar los abusos de los que confunden la licencia con la libertad!

Bien es verdad que la Cámara, escitada por las diarias cuestiones personales que alteran su bilis, no puede tener esa serenidad augusta, necesaria para sobreponerse á las pasiones.

Tiempo vendrá en que al volver la vista á su punto de partida, contemple loque ha podido hacer y lo que no ha hecho.

Las últimas elecciones han acibarado los ódios de los pueblos que han tenido que designar representantes.

En Calatayud, en Segovia, en algunos pueblos de Ciudad Real, se ha empleado la fuerza, ha habido muertos y heridos.

En cambio en Madrid tenemos ocasión de divertirnos á todas horas.

Prescindamos de los teatros, que están desanimados, de los conciertos y demás distracciones que la especulación ofrece al público: sin sacrificios pecuniarios directos puede el desocupado madrileño entretener sus ócios.

En una tienda de la calle de Carretas, por ejemplo, puedo pasar un rato divertido.

En ella encontrará un solio en toda regla, y sentado en él con todos los atributos de la magostad, al llamado Angel I, especie de tonto que sabe vivir sin trabajar, el cual desempeña por un tanto al dia el papel de rey burlesco de los españoles.

Para verle con el cetro y la corona y oir su programa, es necesario entrar en la tienda y comprar algo.

Esta parodia, que hace reir como otras muchas que vemos á todas horas, puede costar cara á los que sin conciencia de sus ideas desprestigian hoy su única salvación de mañana.

Debo sin embargo decir en honor de la verdad, que el burlesco programa del rey de la camisería de la calle de Carretas tiene frases intencionadas, alusiones que prueban que el que lo ha redactado no es novicio en el arte de manejar la sátira.

«La libertad, hace decir á Angel I, me ha acogido bajo su manto impermeables.»

Y añade á renglón seguido:

«Viéndome apurado pensé contratar un empréstito; pero la voz de mi conciencia me dijo: ¡jamás! ¡jamás! ¡jamás!

Anunciase una manifestación del sexo femenino contra las quintas y otra de los obreros para pedir trabajo.

Esto coincide con unas carreras de velocípedos proyectadas para el domingo 13.

Lamentan los que anhelan ver que España erige un palacio para albergar en él las riquezas artísticas y literarias que encierran la Biblioteca Nacional y los Museos de Madrid, que las Córtes hayan autorizado la venta de los terrenos destinados á este suntuoso y necesario edificio desde hace muchos años.

Laméntanse también de esta determinación los que saben que se han gastado mas de 8.000,000 en aquellos terrenos, cantidad inútil y estéril sí se procede á su venta.

Hay fundadas esperanzas de que el ministro de Fomento no hará uso de la autorización, y de que andando el tiempo eclipsará un palacio para las letras y las artes en Recoletos, otro palacio erigido en honor dé la pintura en tiempos más calamitosos aun que los presentes.

La imaginación, que es audaz é irreverente, trae á mi memoria una pregunta que no puedo menos de formular.

Si los terrenos destinados á Biblioteca y Museos se vendiesen, ¿qué suerte cabria á aquella caja que con monedas, papeles, etc., se incluyó en la primera piedra, que dió lugar á una gran ceremonia?

Con una pala de plata, echó tierra sobro aquella primera piedra la señora que entonces era reina de España, y no sé qué sería de esta piedra si se renunciase al proyecto que la valióla honra de hacer trabajar á una soberana.

Pero en fin, si esta primera piedra perdiese su carácter histórico, y el porvenir que le está reservado en los futuros siglos, podría quejarse de la piqueta revolucionaría y punto, concluido.

Esto nada tiene de estraño; lo que sí es sorprendente que otra primera piedra que con no menos solemnidad se colocó después de la revolución, permanezca solitaria y abandonada.

Este órden de ideas me conduce á pesar mió á los subterráneos de San Francisco el Grande, en donde las cenizas de muchos hombres ilustres, que por haber tomado parte en una vistosa procesión se habían hecho ilusiones, aguardan con ansia un cacareado Panteón Nacional que se ha perdido en los abismos de la política contemporánea.

Aquellos restos murmuran que es un gusto del señor Ruíz Zorrilla; y se quejan como los vivos de la interinidad en que yacen.

Los infelices no conocen que aunque muertos son un ejemplo viviente del carácter español.

Un ministro tuvo la feliz idea de consagrar un Panteón á los hombres célebres de España, y halló un eficaz auxiliar en un ilustrado individuo del Ayuntamiento.

En breves dias viajaron en ferro-carril unos cuantos personajes que no pudieron en vida ni aun soñar que la posteridad les reservaba esta sorpresa.

Hubo una procesión ¿se acuerdan ustedes? Todo Madrid se achicharró por asistir á ella; no sé si fue mi amigo Marrad quien la organizó, pero la verdad es que ni en la Gran Opera de París se combinan los grupos mejor para las procesiones, marchas y demás aparatos escénicos.

Lucian unos bandas y condecoraciones, otros uniformes vistosos... y poco después el ministro cambió de cartera, el concejal se convirtió en embajador y los ilustres muertos permanecieron silenciosos en los subterráneos de San Francisco.

Que ellos callasen lo comprendo; pero que los literatos, los arquitectos, los militares, los médicos, etc., no hayan vuelto á acordarse de sus gloriosos antecesores; que las provincias que en aras de la patria renunciaron a conservar á sus hijos célebres, no hayan reclamado, que España haya olvidado el Panteón; esto es lo incomprensible.

Digo no, esto es lo natural dado nuestro carácter tan veleidoso como olvidadizo.

Siempre que veo juntas la política y la religión presiento grandes desdichas. Confiemos en que un espíritu conciliador evitará las calamidades que podrían surgir de un cisma ó de la intervención de los gobiernos en los acuerdos de la Iglesia católica.

Mientras estas cosas suceden en España ocurren otras más trascendentales en el laboratorio de la política europea. La actitud del gobierno francés respecto del Concilio empieza á inspirar sérios temores.

No menos desdichado, aunque no tan trascendental es el espectáculo que está dando en París la familia real de España destronada por la Revolución de setiembre.

Las desventuras debieran aconsejar á los reales esposos mayor circunspección: si no renuncian á las luchas domésticas, justificarán á los ojos del mundo el despojo de que han sido víctimas.

El retraso involuntario con que sale esta revista me proporciona ocasión de lamentar el desdichado desenlace del drama que ha preocupado y preocupa estos dias el ánimo de todos los españoles.

Nadie ignora ya que una enemistad antigua, exhacerbada con un imprudente manifiesto ha puesto frente á frente en el llamado campo del honor al duque de Montpensier y al infante don Enrique.

De este duelo han resultado dos víctimas; el infante sucumbió, pero su adversario, al parecer más afortunado, tendrá siempre inmensa pena.

Triste espectáculo nos dan de cuando en cuando en nombre del honor, los que podrían muy fácilmente modificar una ley absurda siempre, pero más escusable en la edad media que en los tiempos á que hemos llegado.

Las complicaciones que este suceso trae á la política española son incalculables. ¡Cuántos desaciertos, cuántas imprudencias se cometen!

Para terminar esta crónica y poner de mejor humor á los lectores voy á recordarles que estos dias se ha empezado a vender en las calles El Sentido Común.

Estamos de enhorabuena, sobre todo si al ver su baratura hacen las gentes buen acopio de este artículo de primera necesidad.

Julio Nombela.