Y he aquí que un día, mientras presidía la sesión de justicia en las gradas de la mezquita, llevaron á su presencia el cadáver de un adolescente imberbe todavía, con las mejillas suaves y pulidas como las de una muchacha. Y le dijeron que aquel adolescente había sido asesinado por una mano desconocida, y que habían encontrado su cuerpo tirado en un camino.
Y Omar pidió informes y se esforzó en recoger detalles de la muerte; pero no pudo llegar à saber nada, ni á descubrir el rastro del matador. Y se apenó su alma de justiciero al ver la esterilidad de sus pesquisas. E invocó al Altisimo, diciendo: «¡Oh Alah! ¡oh Señor! permite que logre descubrir al matador.» Y á menudo se le oyó repetir este ruego.
Y he aquí que, á principios del año siguiente, le llevaron un niño recién nacido, vivo todavia, que habían encontrado abandonado en el mismo paraje donde había sido tirado el cadáver del adolescente. Y Omar exclamó al punto: «¡Loores á Alah! Ahora ya soy dueño de la sangre de la víctima. Y se descubrirá el crimen, si Alah quiere.»
Y se levantó y fué en busca de una mujer de confianza, á quien entregó el recién nacido, diciéndole: «Encárgate de este pobre huérfano, y no te preocupes por lo que necesite. Pero dedicate á escuchar cuanto se diga á tu alrededor con respecto á este niño, y ten cuidado de no dejar que nadie le coja ni le aleje de tus ojos. Y si encontraras una