nuestra muerte recaerá sobre ti el día del Juicio.* Y mi venerado maestro no perdió nada de su tran- quilidad ante tan violenta salida, y contestó á mi madre con voz conciliadora: «¡Oh pobre! ¡Alah te colme con sus gracias! Pero nada temas. Este huér- fano aprende aquí á comer un dia la crema de flor fina preparada con aceite de alfonsigos.» Y al oir esta respuesta, mi madre quedó persuadida de que vacilaba la razón del venerable imán, y se mar- chó, arrojándole esta última injuria: «¡Alah abre- vie tus dias, que eres un viejo chocho y pierdes la razón!» Pero yo guardé en mi memoria aquellas palabras del imán.
Y como Alah había puesto en mi corazón la pa- şión del estudio, esta pasión resistió á todo y acabó por triunfar de los obstáculos. Y me uní ferviente- mente á Abu-Hanifah. Y el Donador me otorgó la ciencia y las ventajas que ésta proporciona, de modo que poco a poco fui ascendiendo en categoría, y acabé por alcanzar las funciones de kadí supremo de Bagdad. Y se me admitia en la intimidad del Emir de los Creyentes Harún Al-Rachid, que con frecuencia me invitaba á compartir sus comidas. á
Un día que estaba yo comiendo con el califa, he aquí que al final de la comida los esclavos trajeron una fuente grande donde temblaba una maravillosa crema blanca salpimentada de polvo de alfónsigos, y cuyo aroma, por si solo, era un gusto. Y el califa se encaró conmigo y me dijo: «¡Oh Yacub! prueba esto. No sale tan bien à diario este manjar. Hoy