mera vez, dijo: «Yahia y sus hijos se han apode- rado de todos los asuntos, me los han quitado todos. Verdaderamente, son ellos quienes ejercen el po- der califal, mientras que yo no tengo mas que una apariencia de él apenas.» Esto le oi. Y desde en- tonces comprendí que caerían en desgracia, como así sucedió, efectivamente.»
Según otros analistas, al descontento disimula-
do, á la envidia siempre en aumento de Al-Rachid,
á las magníficas maneras de los Barmakidas, que
les creaban formidables enemigos y detractores
anónimos que los desprestigiaban ante el califa por
medio de poesías acerbas no firmadas ó de prosa
pérfida; á todo el fasto, á todo el aparato y á todas
las cosas cuya competencia, por lo general, no quie-
ren soportar los reyes, fué á unirse una gran im-
prudencia cometida por Giafar. Un día, Al-Rachid
le habia encargado que hiciese perecer en secreto
á un descendiente de Alí y de Fátima, la hija del
Profeta, que se llamaba El-Sayed Yahia ben Abda-
lah El-Hossaini. Pero Giafar, obrando con piedad
y mansedumbre, facilitó la evasión de aquel Alida,
cuya influencia tenía Al-Rachid por peligrosa para
el porvenir de la dinastia Abbasida. Pero esta ac-
ción generosa de Giafar no tardó en divulgarse y
comunicarse al califa con todos los comentarios á
propósito para agravar sus consecuencias. Y el
rencor que sintió Al-Rachid en aquella ocasión fué
la gota de hiel que hace desbordarse la copa de la