gran deshonor, una vergüenza, una ofensa al pu- dor de la mujer. Así es que Al-Rachid, que era un riguroso observante de la ley encargada á su cus- todia, no podía tener junto à si á sus dos amigos sin forzarles á un azoramiento fatigoso y á una po- sición difícil é inconveniente.
Por eso, queriendo transformar una situación que le coartaba y le disgustaba, se decidió un día á decir á Giafar: «¡Oh Giafar, amigo mío! no tengo alegria verdadera, sincera y completa mas que en tu compañía y en la de mi bienamada hermana Abbassah. Pero como vuestra respectiva posición me azora y os azora, quiero casarte con Abbassah, á fin de que en lo sucesivo podáis hablaros ambos junto á mí sin inconveniente, sin motivo de escán- dalo y sin pecar. Pero os pido encarecidamente que no os reunáis jamás, ni siquiera por un instante, fuera de mi presencia. Porque no quiero que haya entre vosotros mas que la formalidad y la aparien- cia del matrimonio legal; pero no quiero que el ma- trimonio tenga consecuencias que puedan lesionar en su herencia califal á los nobles hijos de Abbas. >> Y Giafar se inclinó ante este deseo de su señor, y contestó con el oído y la obediencia. Y fué preciso aceptar aquella condición singular. Y se pronunció y sancionó legalmente el matrimonio.
Así, pues, según las condiciones impuestas, am- bos jóvenes esposos sólo se veían en presencia del califa, y nada más. Y aun entonces, apenas se cru- zaban sus miradas á veces. En cuanto á Al-Rachid,