poco respetuoso la memoria de los Barmakidas, Al- Rachid les gritaba con desprecio y cólera: «¡Alah condene à vuestros padres! ¡Cesad de censurar á los que censuráis, ó tratad de llenar el vacío que han dejado!>>
Y aunque fué todopoderoso hasta su muerte, Al-Rachid sentiase rodeado para en lo sucesivo de gentes poco seguras. A cada instante temía que le envenenaran sus hijos, de los que no podia alabar- se. Y al emprender una expedición al Khorassán, donde acababan de producirse trastornos, y de donde ya no había de volver, confió dolorosamente sus dudas y sus cuitas á uno de sus cortesanos, El- Tabari el cronista, á quien había tomado por con- fidente de sus tristes pensamientos. Porque, como El-Tabari tratara de tranquilizarle respecto á los presagios de muerte que acababan de asaltarle, se lo llevó aparte; y cuando vióse alejado de los hom- bres de su séquito y la sombra espesa de un árbol le hubo ocultado á las miradas indiscretas, abrió su ropón, y haciéndole observar una faja de seda que le envolvía el vientre, le dijo: «¡Tengo aquí un mal profundo, sin remedio posible! Verdad es que ig- nora todo el mundo este mal; pero ¡mira! Hay á mi alrededor espías encargados por mis hijos El-Amin y El-Mamún de acechar lo que me queda de vida. ¡Porque les parece que la vida de su padre es de- masiado larga! Y mis hijos han escogido esos es- pías precisamente entre los que yo creía más fieles y con cuya abnegación pensaba que podía contar.