colores; pero la cuarta, que era la más espaciosa y la mejor acondicionada, no contenía nada más que un pedestal de madera de ébano, sobre el cual estaba colocado un pequeñísimo cofrecito de cristal no mayor que un limón.
Y Maruf se asombró prodigiosamente de su descubrimiento y se entusiasmó con aquel tesoro. Pero lo que más le intrigaba era aquel minúsculo cofrecillo de cristal, único objeto de manifiesto en la inmensa sala cuarta del subterráneo. Así es que, sin poder resistir á los apremios de su alma, tendió la mano al pequeño objeto insignificante, que le tentaba infinitamente más que todas las maravillas del tesoro, y apoderándose de él, lo abrió. Y dentro halló un anillo de oro con un sello de cornalina, en que estaban grabadas, con caracteres extremadamente finos y semejantes á patas de mosca, escrituras talismánicas. Y con un movimiento instintivo, Maruf se puso el anillo en su dedo y se lo ajustó, apretándolo.
Y al punto salió del sello del anillo una voz fuerte, que dijo: «¡A tus órdenes! ¡á tus órdenes! ¡Por favor, no me frotes más! Ordena y serás obedecido. ¿Qué deseas? ¡Habla! ¿Quieres que derribe ó que construya, que mate á algunos reyes y á algunas reinas ó que te los traiga, que haga surgir una ciudad entera ó que aniquile todo un país, que cubra de flores una comarca ó que la asuele, que allane una montaña ó que seque un mar? Habla, anhela, desea. Pero, por favor, no me frotes con