Y mientras aquellos tiranos vigilaban así las ceremonias de aquel matrimonio opresor, la deso- lada Almendra, vestida, mal de su grado, con ropas espléndidas y atavios de oro y perlas, que pregona- ban en ella una recién casada, estaba sentada en un elegante lecho de gala, recubierto de paños bro- chados de oro, semejante á la flor en el arbusto, pero con la tristeza y el abatimiento á su lado, con el sello del mutismo en los labios, silenciosa como el lirio, inmóvil como el ídolo. Y con la apariencia de una joven muerta á manos de vivos, su corazón palpitaba como el gallo á quien degüellan, su alma estaba vestida con un vestido de crepúsculo, su seno estaba desgarrado por la uña del dolor, y su espiritu efervescente pensaba en los ojos negros del cuervo de arcilla que iba á ser su compañero de lecho. Y se hallaba en la cúspide del Cáucaso de las penas.
Pero he aquí que el príncipe Jazmín, invitado con los demás servidores á las bodas de su señora, le dió con un simple cruce de ojos una esperanza libertadora de las ataduras del dolor. Porque ¿quién no sabe que con simples miradas los amantes pue- den decirse veinte cosas de las que nadie tiene la menor idea?
Así es que, cuando llegó la noche y se introdujo á la princesa Almendra, como recién casada, en la cámara nupcial, solamente entonces el Destino mostró su faz dichosa á los amantes y vivificó su corazón con los ocho olores. Y la bella Almendra,