å manos llenas, mientras el rey sufria horrible- mente y hacia muecas de dolor, gritando á cada dádiva: «¡Basta, ¡oh hijo mío! basta! No nos va á quedar nada.» Pero á cada vez contestaba Maruf, sonriendo: «¡Por tu vida! no temas. ¡Lo que tengo es inagotable!»
Entretanto, el visir fué à anunciar al rey que los armarios del tesoro estaban llenos ya hasta arri- ba, y que no se podía meter más allí. Y el rey le dijo: «Está bien. Abre otra sala, y llénala como la anterior.» Y le dijo Maruf, sin mirarle: «¡Bien pue- des hacerlo! >> Y añadió: «Y también hay para llenar otra sala y otra. Y si no se opusiera el rey, asimis- mo podría llenar yo todas las salas de palacio con esas cosas, que no tienen ningún valor para mi.» Y el rey ya no sabia si todo aquello ocurría en sue- ños ó en estado de vigilia. Y se hallaba en el límite extremo del asombro. Y salió el visir para llenar todavía una ó dos salas más con los tesoros entre- gados por Maruf.
En cuanto a Maruf, no bien terminaron estos preliminares, demostrando así que realizaba con creces todo lo que había anunciado, se apresuró á levantar la sesión de la distribución, y á presen- tarse á su joven esposa. Y en seguida que le vió la princesa, fué á él, con los ojos llenos de alegría, y le besó la mano, y le dijo: «Sin duda, ¡oh hijo del tío! has querido divertirte á costa mía y reirte de mí, ó quizá poner a prueba mi afecto, contándome la historia de tu antigua pobreza y de tus desdicha